Manolo Victorio
Carpe Diem
La radio concesionada y la televisión abierta son espacios plurales, ventanas donde la democracia participativa se ejerce a plenitud a cada momento.
En el ejercicio democrático del zapping, un neologismo anglosajón que refiere la práctica de cambiar de canal televisivo o estación radiofónico con el control remoto o manual cuando se maneja un vehículo, el televidente o radioescucha ejerce un poder: su personalísima decisión de escuchar o ver un programa o noticiario, o cambiar de canal o emisora.
Así de fácil. Así de simple. En cita de la narrativa pejista, diríase: al carajo con tal o cual conductor, presentador, locutor, animados o periodista de medios electrónicos.
Quienes ejercemos el oficio de informar estamos sujetos a este escrutinio veleidoso de quien busca información o entretenimiento; más en estos tiempos donde la radio y televisión, concesiones propiedad del Estado mexicano, sufren estertores de extinción ante la irrealidad de las redes sociales.
La permanencia en el gusto de una audiencia variopinta, compleja y dispersa, tiene que ver con la identificación con quien presenta la noticia. Los hechos son los mismos, inalterables, indubitables, certificables, lo que varía es la forma de presentarlos o aderezarlos en ejercicio del periodismo interpretativo.
Ahí es cuando la puerca tuerce el rabo.
Cuando un periodista, columnista, presentador o líder de opinión se torna incómodo para los poderes fácticos o institucionales por lo que dice, presenta o escribe, se amasa esta metáfora mortal: cuando un periodista es noticia, entonces son malas noticias.
Reporteros Sin Fronteras advierte que “la cifra de comunicadores asesinados en México durante este año superó a Ucrania – nación que actualmente sostiene una guerra armada contra Rusia – tras registrar 11 asesinatos, tres más que el país europeo”.
México es el país más letal para el ejercicio periodístico. Ahí está la fría numeralia, el rosario de nombres de hombres y mujeres asesinados en el ejercicio de un trabajo que le sirve a una sociedad democrática.
La organización Articulo 19 refiere que, del año 2000 a la fecha, se han documentado 157 asesinatos de periodistas en México, en posible relación con su labor. Del total, 145 son hombres y 12 son mujeres.
De esta numeralia de la impunidad 47 asesinatos se registraron durante el mandato anterior del presidente Enrique Peña Nieto y 37 en el actual de Andrés Manuel López Obrador.
El presidente Andrés Manuel López Obrador machaca un día sí y el otro también que jamás ha dado la orden de matar a un periodista; pero en cuatro años de gobierno han caído 37 compañeros y compañeros de oficio.
Ahí está el registro. No han muerto de un ataque de tos o por una severa crisis de caspa: han sido asesinados. Están muertos. Están muertas.
Que nos quede la palabra dice un fabricante de churros televisivos convertido en férreo defensor de la cuatrote.
Que cada quien esgrima sus argumentos, que defienda sus posturas ideológicas, intelectuales o partidistas; pero siempre en la holgada laxitud de la tolerancia.
Que cada quien elija que leer, a quien ver, que noticiario escuchar, sin que el Torquemada del Palacio Nacional nos trate como enanos mentales espantándonos con el petate del muerto al advertirnos que nos brotará cáncer en el cerebro si escuchamos a los voceros del conservadurismo.
Que cada quien que con su pan se lo coma, diríase en lenguaje raso, asequible a las masas en esta cuarta transformación que quiere estandarizarnos como borregos a la quimera de la bonanza inagotable de los programas sociales.
Que cada quien elija si escucha a Ciro, Carmen, Loret, Brozo, Epigmenio o a Lord Molécula o a quien se le hinchen las gónadas, sean testículos u ovarios.
Sin ánimo auto conmiseración o victimización, que las palabras incendiarias hacia una prensa vendida, chayotera, al servicio del régimen conservador, sin calificativos ofensivos a los abajo firmantes, sería bueno que el presidente recuperara un poco de la cordura ida en estos días palaciegos en los que reparte maldiciones y presagios funestos a los periodistas.
No más.
No es sano ver otra vez carteles blandiendo al aire en protestas de reporteros y reporteras de a pie, cartulinas caligrafiadas con la impotencia en las frases tatuadas hasta el alma: ¡Prensa, no disparen! ¡No se mata la verdad matando periodistas! ¡No asesinen al mensajero! en los tristes clichés y frases hechas a los que la banda reporteril recurre para hacerse notar en la protesta callejera, último reducto de defensa ante la guadaña del plata o plomo de los poderes fácticos o de la bala y criminalización post mortem del periodista, sintetizada en el libreto oficial del “andaba en malos pasos”, “estaba en la nómina del capo local” o el se juntaba con huachicoleros, moteros, polleros, robavacas, talamontes o tratantes de personas.
No más.
… historias al vuelo.
A Ciro Gómez Leyva lo salvó el blindaje nivel 7 de la camioneta Jeep Grand Cherokee que le dio la empresa hace seis años.
Los reporteros de a pie mueren por las balas o de asfixia económica que se ejerce del poder
En 2017, el reportero escribió sobre el asesinato, uno más, de un periodista en el sur profundo de Veracruz.
Aquí la historia, tan vigente como hoy. Hasta entre los periodistas hay blindajes.
Nunca crucé palabra con Cándido Ríos Vázquez, un trailero que se hartó de serlo para morir como reportero en un pueblo cañero del sur de Veracruz.
Cuando vi la fotografía de su cadáver tirado en el pavimento, lo sentí desvalido, desaliñado, casi en la franja de la indigencia.
En este oficio te deshumanizas, aprendes a sopesar las escenas, dichos, hechos y contextos de una noticia, sin tomar partido, extrayendo la emoción, el dolor, el sufrimiento.
La frialdad de los números así lo marca: “Pabuche” es el noveno periodista asesinado en lo que corre del año (2017), en México.
Ríos Vázquez es el segundo reportero que muere en el bienio de Miguel Ángel Yunes Linares.
Los textos periodísticos, las declaraciones, deslindes, exhortos, recriminaciones y demás monsergas burocráticas de los organismos defensores de los periodistas, cuyo radio de acción se limita a disparar comunicados y publicar obituarios; ahí están.
Volvemos a la tragedia humana, al lento suicidio voluntario de ser periodista.
La camisa -a rayas negras y blancas- del reportero muerto parecía de papel china, traslúcida de tantas lavadas y secadas al sol bravo de Juan Díaz Covarrubias.
“En algo debió meterse”, pensé al escribir la nota de su muerte. Nadie mata a un reportero porque amanece con el diablo en las entrañas.
Cuando vi su video colgado de su perfil de Facebook, grabado en un cañaveral desbrozado, terso como una mesa de billar, listo para recibir nuevas matas de caña de azúcar, me sentí conectado con este hombre de barba hirsuta, bronca la palabra, áspero de formas, pero con la sinceridad que da la ignorancia.
En este ejercicio de plena libertad de expresión que ofrece la red social, Cándido Ríos Vázquez “Pabuche”, se exorcizó, reconoció que libraba batallas diarias con la gramática, que era un reportero pobre pero digno.
Nueve días antes que lo asesinaran, bajo el sol perpendicular de San Juan Sugar, mostró su cartera, raída, “ando frío señores, miren mi carterita, cien pesos; pero ando feliz”, se dijo a sí mismo. Lo dijo con una expresión sincera, alejada de toda vanidad.
Se metió la mano al pantalón de vestir que vio pasar muchas festividades, el mismo que vestía ese 22 de agosto cuando fue asesinado de rebote, por acompañar a las personas equivocadas, “no por su labor”, según sostuvo el enterrador de periodistas, Roberto Campa Cifrián.
Las balas iban dirigidas a los otros muertos, no a “Pabuche”, retuercen la realidad los funcionarios, preocupados por su figura, por bajar los kilos ganados en el escritorio, que por la vida ajena.
El plomo candente no tiene sentimientos, ni discrimina; mata. Cándido Ríos Vázquez está muerto. Es un cadáver yerto, un despojo que nos recuerda que los periodistas somos piezas desechables en el tablero de los poderes fácticos e institucionales.
Los periodistas somos una plaga, nos reproducimos por ósmosis, siempre habrá uno jorobando al funcionario, cacique o mafioso. Esa es la encomienda.
Sus muertes servirán para que otros compañeros de oficio vivan de la carroña burocrática, para que sean enterradores temporales, para que el “perro no come perro” sea sólo una expresión para lavar las culpas de la conciencia de recibir una dádiva institucionalizada, un chayote oficial, en montaje escénico de la protección periodística.
Nunca crucé palabra con Cándido Ríos Vázquez, pero su rostro anguloso, huesudo, de quijadas herméticas, me obligó a sentarme en la computadora.
Sus palabras hoscas, sus movimientos erráticos, su figura quijotesca, me orillan a rendirle un homenaje sencillo, franco, directo; en tanto que su memoria no sea borrada por otra muerte inminente, en esta barbarie imparable donde la vida no vale nada, como él mismo sentenciara en epitafio a priori, nueve días antes de su muerte.
Viaja en paz “Pabuche”, viaja ligero, húrgate en las bolsas una moneda de diez pesos para dársela al barquero donde los otros periodistas muertos teclean en viejas Remington nuestros propios obituarios adelantados.