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    Miguel Valera

    Relatos dominicales

    Cuando tenía 14 años —me contó Edwino— viajó a la Cuenca del Papaloapan en unos camiones color rosa, que les llamaban “la pantera rosa”, para encontrarse con un amigo que recién había conocido en el bachillerato que empezaba a cursar en el puerto de Veracruz, en una escuela que se encontraba por La Boticaria y cuyo director era un hombre muy simpático, amable, generoso, erudito en las etimologías griegas y latinas, a quien todo mundo le decía “colega”.

    Edwino, que era un chico porteño, se la había pasado muy bien en esa región de la Cuenca del Papaloapan, caluroso, conociendo la vida de hombres de campo y viajando de vez en vez a Loma Bonita, donde por primera vez su amigo lo llevó a un bar donde mujeres se desnudaban. Él, que era un chico de familia muy religiosa, de un catolicismo muy acendrado, que aspiraba a la excelsitud en la vida cotidiana, de pronto se sintió liberado por estas “licencias” que le otorgó el amigo cuenqueño. Lo peor, que le gustó el ambiente. 

    Cuando el domingo siguiente fueron a misa, a la Basílica Liberiana de San Martín de Tours, en la calle Ruiz Cortines, de Cosamaloapan, Edwino no supo cómo decirle al padre que había pecado. “Cómo, reflexionaba en su interior, le voy a decir al sacerdote que tengo ‘dolor de conciencia’ si lo que hice fue algo que me gustó y que estaría dispuesto a repetir”. Además, pensó, al pasar por el parque de esta urbe caliente, si ahí en el quiosco del pueblo despacha un ex sacerdote, un hombre que dejó la sotana para seguir su naturaleza, el amor que una mujer le prodigó.

    Con esos pensamientos igual se acercó al confesionario, dijo las oraciones como si las leyera, recibiendo el perdón divino de manos de un hombre que igual guardaba muy bien sus secretos de alcoba. Total, pensó, ya con eso, borrón y cuenta nueva y así podré regresar a casa sin ningún remordimiento. Todo lo olvidó cuando al salir de misa, su amigo y su familia lo llevaron a comer tapixtes, pilte de pescado y el mejor arroz a la tumbada que había probado en su vida. 

    Al otro día, cuando regresó al puerto de Veracruz, mientras viajaba en la “pantera rosa”, pensaba en los conflictos que sus padres le habían generado al ponerle el nombre del rey de Deira, un reino de Inglaterra, en la región de Northumbría. De todas las formas en que le decían, la de “Ed” o “Wino” eran las mejores, pero había unas que francamente le molestaban, pero tenía que aguantar.

    En eso reflexionaba cuando la chica que viajaba a su lado le pidió recargarse en su hombro. Nervioso, aceptó y al paso de media hora, la chica le puso la mano en la pierna e intentó besarlo. Edwino no sabía qué hacer. Sintió que algo encendía todo su cuerpo, pero el remordimiento llegó a su conciencia. Entonces separó la mano de la chica de su pierna, le pidió que se separara. Cuando llegó a Veracruz salió corriendo rumbo a las escolleras y como el gran Demóstenes, gritó a todo pulmón frente al mar, pero no para mejorar su oratoria, sino para acallar la energía que irradiaba su cuerpo, esa fuerza que era vida pero que le habían dicho que era mala.