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    Miguel Valera

    Relatos dominicales

    Ese día viajamos 312.2 kilómetros desde Xalapa y nos detuvimos pasando el puente de Tenechaco, en Tuxpan de Rodríguez Cano, a desayunar las mejores tortas de carne deshebrada y carne molida que he probado en mi vida. “Son tortas muy limpias a las que les ponen además ensalada de repollo (col), zanahoria, vinagre, tomate y chile. Son exquisitas”, me había presumido el tuxpeño Bernardo Gutiérrez Parra.

    Mientras saboreaba esa delicia de la cocina local —y admiraba la transformación que ha tenido en estos dos últimos años esta ciudad— recordaba las muchas historias que el buen Berna guarda en su memoria de reportero. “Cuando era niño” —comenzó— recordándome el “Érase una vez” de mi infancia, conoció a un tipo de unos 70 años alto, fuerte, de cabello crespo y muy negro, cara ovalada, frente amplia, ojos negros y alegres, nariz chata, labios gruesos y retinto de la piel (ese sí era afrodescendiente y no andaba de pinche presumido, me dijo) y era cacique de varias comunidades del norte de Veracruz. 

    Se llamaba Jacinto Kone y era respetado, odiado, querido y temido por quienes lo conocían. Había nacido en el puerto de Veracruz y lucía con orgullo la indumentaria jarocha: guayabera impecablemente blanca lo mismo que el pantalón y los botines; su cabeza la adornaba con un sombrero Jipi de cuatro pedradas y nunca le faltaba el paliacate rojo anudado a su cuello de toro.

    Un día recaló en Tuxpan y la leyenda urbana decía que venía huyendo del puerto jarocho porque había matado a una novia con la que se pensaba casar y al sujeto que la enamoró, pero todo quedó en leyenda porque nadie se atrevió a preguntarle. 

    Mi padre —siguió Berna— tenía 17 años y era capitán de un barco carguero que estaba listo para zarpar a Nueva Orleans cuando se le acercó Jacinto a la sazón de 27 años a pedirle trabajo. “¿Qué sabes hacer?” le preguntó mi Neno. “Nada, pero puedo aprenderlo todo y hacerlo mejor” contestó Kone.  

    Y desde entonces se hicieron grandes amigos; tanto que se corrían unas parrandas de órdago en el bar Poninas. 

    A pesar de que era de más edad que mi Neno, citó Berna, Jacinto lo veía con el respeto que se le tiene a un hermano mayor y siempre le dijo “Mi Capitán”. 

    “Un día entró a la oficina que mi padre ocupaba en el interior del Palacio Municipal como jefe de Tránsito. Le habían encargado preparar la logística para darle la bienvenida al candidato del PRI a la gubernatura, Rafael Murillo Vidal y no le salían las cuentas con la gente para el mitin”. 

    “A tus órdenes mi capitán” le dijo Kone a manera de saludo y sin andarse con rodeos mi padre le explicó el problema. 

    “¿Cuánta indiada quieres?” preguntó Jacinto. “Apenas he juntado a 600 campesinos, pero necesito otros 600 para que luzca el evento” le contestó mi padre. “No te preocupes, te voy a traer 6 mil”. “Oye no, no tengo presupuesto para tantos” protestó mi Neno. “Por eso no te preocupes, mi capitán”. 

    Cuarenta y ocho horas después, cuando el candidato apareció en uno de los balcones del Hotel Pereda que daban a la avenida Juárez, se espantó (contaría después a mi padre) al ver una multitud que no esperaba…

    La historia, de la memoria de Bernardo, pasó por nuestras falanges a la mirada del lector, en el recuerdo de un día de tortas, calor y amigos, como el cronista don Salvador Hernández García, quien nos prometió un agua fresca en su casa de esta emblemática ciudad norveracruzana.