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    Miguel Valera

    Relatos dominicales

    Lo conocí en el Champdôtre, un restaurante ubicado en la avenida Ribera del Río, en San Rafael, al norte del estado de Veracruz. Nacido en Champlitte, Francia, el hombre de casi dos metros de estatura había llegado a Jicaltepec, primero y luego, al casarse con Dominique, se estableció en esta comunidad en donde su suegro le regaló una propiedad con un pequeño detalle, ¡estaba llena de piedra!

    Hombre de casi dos metros de altura, lucía un bigote dorado, brillante, que hacía juego con su rostro redondo, quemado ya un poco por el sol veracruzano. Casi siempre pedía lo mismo, una crema Champdôtre, de tomates rojos asados con finas hierbas y trozos de queso manchego y un trío de brochetas de camarón, res y verduras, servidos sobre una cama de lechugas y aderezo de la casa. 

    En su mesa no podía faltar un vino de la casa Pascal Henriot, el “Coteaux de Champlitte Pinot Noir”, un vino aromático, con sabores de arándano y frambuesa, que lo trasladaba a la campiña de su tierra. Casi siempre comía solo y muchos se preguntaban qué pasaría en la cocina de su casa. Quizá la belleza de su esposa Dominique no hacía juego con esa tarea. Aunque la versión más acertada era que el hombre extrañaba la sazón de su tierra. 

    Pero el hombre aquel, que fue dinamitero del ejército francés y que llegó huyendo de su pasado a esta colonia fundada por sus coterráneos en 1833, cargaba una historia de tristeza y dolor sobre sus espaldas. Él no se refugió en el alcohol —el pinard, el vino fuerte— como le llamaron los soldados galos de la primera guerra mundial, en donde se acuñó la frase “el vino o la sangre”.

    Cuando su suegro le regaló esas hectáreas de piedra, en lo primero que pensó fue en dinamitar. Hizo un estudio minucioso de la zona, consiguió los permisos y palmo a palmo fue colocando la dinamita en la propiedad. Los estruendos causaron temor entre la población. Las gallinas salían asustadas de los patios; los caballos relinchaban; los perros huían. Fueron meses de muchos estruendos. La gente lo veía con sospecha. Ese hombre está loco, decían; nos va a volver locos a todos. 

    Un día, frente a un par de botellas de Coteaux me confesó la tragedia de su vida, como dinamitero del ejército francés. Maté a muchos, me dijo. Sí, los enemigos iban sobre nosotros, para matarnos, pero un día, destruía una aldea completa, con niños y mujeres. En las noches, en la cama donde duermo tranquilamente al lado de Dominique, tengo pesadillas, despierto bañado en sudor y en mi mente y en mi memoria veo los rostros destrozados de niñas y niños, de hombres y mujeres que cayeron con la furia de la dinamita.

    Ese día acabamos con la cava del Champdôtre. No había otra manera que la embriaguez, para mitigar el dolor que este hombre llevaba sobre sí. En su campiña sanrafaelina, de las piedras trituradas por la dinamita nació un platanar, racimos y racimos de bananos que eran considerados los mejores de la región. ¿Cómo de las piedras puede nacer un fruto tan rico?, se preguntaban. Sin embargo, pocos sabían la historia de dolor y sufrimiento de este dinamitero francés, quien nunca olvidaba la campiña del pueblo que lo vio nacer.