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    Miguel Valera

    Relatos dominicales

    Cada vez que llegaba al parque María Enriqueta, entre las calles Magnolia y Venustiano Carranza, muy cerca de Los Lagos de El Dique, en Xalapa, Juan José se sentía como el personaje de Albert Camus en El Extranjero. Cargaba un profundo vacío en su ser. No le interesaba ni la vida ni la muerte ni se inmutaba ante el dolor ajeno. Podía caminar gracias a los litros de Tonayán que ingería en el bar La Chiripa, en donde le tenían garrafones con su nombre.

    Ahí, mientras se sumía en el inconsciente de la embriaguez, pedía una y otra vez que le pusieran en la rockola “Zombie”, la emblemática pieza del grupo irlandés The Cranberries, que compuso e inmortalizó con su voz Dolores O’Riordan. La pieza es un canto de tristeza y protesta en contra de la guerra y por la muerte de los niños Tim Parry y Johnathan Ball, de 12 y 3 años, al estallar una bomba del grupo armado Ejército Republicano Irlandés, el 20 de marzo de 1993  en Warrington, Inglaterra.

    No sé si Juan José sabía eso. En su embriaguez, en su hastío y sinsentido existencial, a él le interesaba el llanto de las guitarras, el ritmo denso, la mezcla de graves y agudos en la voz de la vocalista irlandesa. Y con ello, las frases inglesas que aprendió a escuchar en español “y la violencia causó este enorme silencio”, “¿A quién estamos engañando?”, “En tu cabeza, en tu cabeza están peleando”, “En tu cabeza, en tu cabeza están llorando”.

    Yo me lo encontré varias veces en ese parque, mientras paseaba a Chewie, mi mascota shih tzu. En una ocasión me llamó la atención verlo de rodillas ante el monumento a María Enriqueta Camarillo y Roa —quien solía utilizar en sus escritos el pseudónimo de Iván Moskowski—. De momento pensé que estaría haciendo sus necesidades y me voltee rápidamente para no ser testigo de tan escatológica escena. No. Estaba de rodillas y algo decía, como si de una oración se tratara.

    Al pasar nuevamente por el sitio me acerqué —por primera vez después de muchos años— a ver qué decía la placa debajo del buso de la poetisa coatepecana autora de El secreto (1822) y El arca de colores (1929) entra otros, de una gran producción literaria que editó. Y ahí, el texto De fantasía y realidad (1931): “Si quieres vencer, vuelve a comenzar, porque en este mundo hay que hacerlo todo dos veces… o más. ¿Qué es lo que embellece más el rostro? La sonrisa. Todos comienzan. Pocos terminan”. 

    Entonces traté de entender lo que Juan José estaba había leído y lo que seguramente pasó por su cabeza esa mañana calurosa, de 31.8 grados en la capital veracruzana. Quizá —pensé también— ya era demasiado tarde y ese hombre ya estaba muerto, pero no se había dado cuenta.

    Sí, pensé. El que está intentando encontrar significados soy yo, pero a ese hombre ya nada le interesa. Yo creo en el sentido, en la esperanza como fuerza vital para ir hacia adelante pero ese hombre no tiene fe, ni fuerzas, ni esperanzas. Como el viejo Meursault de Camus, Juan José estaba ahí, en su estado natural, en donde la vida no significaba ya nada. En efecto, reiteré, ya estaba muerto, pero no se había dado cuenta.