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    Miguel Valera

    Relatos dominicales

    Desde que era niño, José Guzmán Santiago soñaba con viajar a Venecia. Se veía en una góndola surcando los canales, tomando café en la Plaza de San Marcos, comiendo un spaghetti alle vongole —con almejas— o un exquisito risotto de marisco, cerrando con un tiramisú y un café capuchino. Sí, ahí en El San Silvestro, muy cerca del famoso Puente de Rialto.

    El deseo nació luego de escuchar las conversaciones de su padre con Francisco, un amigo de la familia que había vivido largas temporadas en la tierra de Marco Polo, una región de al menos cien islas en una laguna del mar Adriático. Francesco (con che), como le decía el papá al amigo, se convirtió en un faro, en un punto de llegada. Cada vez que mandaba alguna postal, a José le brillaban los ojos y el deseo por conocer esos lugares que ya le parecían maravillosos.

    Es en la infancia —pensaba yo cuando me contaba de sus sueños— la época en que se define nuestro destino. Fábrica de sueños, la casa materna o paterna, es el espacio donde se construye el andamiaje de nuestro futuro. Fuimos compañeros en la Escuela Secundaria y siempre lo recordaba por ese deseo ferviente, casi obsesivo, por viajar a Venecia. Las largas conversaciones que tuvimos me hicieron interesarme por esa ciudad.

    Seguimos nuestros caminos en preparatorias diferentes y luego nos fuimos a la universidad. Trabajábamos y estudiábamos, porque no había de otra. Yo despulpaba mangos para sacarles el hueso, sembraba limonarias y regaba plantíos en un vivero del Estado, en el rancho y él, en la ciudad, algunas veces era mesero y otras, repartidor en bici o motocicleta. Ambos laborábamos sin descanso para alcanzar nuestras metas, nuestros sueños.

    Una tarde, de esas que anuncian norte en el puerto de Veracruz, José salió apresurado para entregar un pedido. Trabajaba en La Pizza di Marco – Il Veneziano, en José Martí No. 6 del puerto de Veracruz. Tenía que entregar a tiempo, con el riesgo de que el cargo se lo hicieran a él. No llegó a su destino. En la Avenida Díaz Mirón un hombre abrió la puerta de su vehículo luego de estacionarse y José se vino a estampar ahí. Se llevó la puerta de corbata y la puerta se lo llevó a él.

    El día de su funeral yo no me quise acercar a sus padres. No sabía qué decir. Los ojos se me nublaban y tenía un nudo en la garganta. Quería gritar, decir algo, pero no podía. ¿Por qué la vida es así de injusta?, me preguntaba. Mi buen amigo nunca llegaría a Venecia, nunca probaría el capuchino que tanto le gustaba ni se montaría en la góndola para surcar los canales en donde tantas aventuras tuvo Giacomo Casanova.

    Esa tarde, después de entregarlo a la tierra, pensé que quizá, como escribió el viejo Pedro Calderón de la Barca, la vida es un sueño. Sí, uno crece teniendo un sueño, uno camina con un sueño en el horizonte. Los sueños son los que nos llevan hacia adelante, los que generan esperanza, los que nos hacen caminar hacia algún lado, pero un día se pueden esfumar, como el agua entre las manos. Entonces un hombre, pintado de plata, con chaleco rojo, me sacó de mis pensamientos, para pedirme una moneda. —“Venga un peso, papi”, me dijo y se fue, como si de una visión se tratara.