Miguel Valera
Relatos dominicales
Sentado en una butaca del Teatro Coliseum Madrid, en el número 78 de la Gran Vía, Joaquín escuchaba anonadado cómo la contrabajista Mikyung Sung hacía sonar su instrumento, como un lamento triste, nostálgico, pero al mismo tiempo vivo, intenso, que lo llevaba, en su historia y memoria, del dolor por la ausencia a la exaltación extrema en un solo momento.
Judío de nacimiento, recordó el viejo salmo 136: “Junto a los canales de Babilonia, nos sentamos a llorar, con nostalgia de Sión; en los sauces de sus orillas, colgábamos nuestras cítaras. Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar; nuestros opresores, a divertirse: Cantadnos un cantar de Sión. ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!”.
La famosa artista surcoreana estaba interpretando el Concierto No. 2 en Sí menor, de Giovanni Bottesini, un compositor italiano, virtuoso contrabajista, quien, le contó un amigo mexicano a Joaquín, el 15 de septiembre de 1854, dirigió el estreno del Himno Nacional Mexicano en el Teatro Santa Anna de la Ciudad de México, interpretado por la soprano Claudina Fiorentini y el tenor Lorenzo Salvi.
Todo eso se le vino a la cabeza, pero nada de eso le interesaba en realidad en ese momento. Solo con su soledad y pensamientos, se metió en “Santita”, un restaurante que un amigo mexicano le había recomendado en Virgen de los Peligros 10. Pidió una caña y “Padrísimas de atún rojo”, anunciadas en la carta como “¡Más fresco imposible”. En 20 minutos llegó el atún marinado, con jalapeño, pepino, mayonesa de chipotle, aguacate de Michoacán, puerro, sobre tortilla de maíz crujiente. Joaquín sabía por qué el aguacate mexicano era tan famoso en el mundo.
En su cabeza seguían sonando las notas con las que Mikyung Sung inundó el Teatro Coliseum y le apretujó el corazón. Había huido de Alemania, luego de la invasión nazi. Nunca supo de su madre, de su padre o su familia. Lo más que le pudo decir la familia que lo adoptó fue que llegó a Londres, en brazos de una niña. Sí, una niña lo cuidó en el viaje que hizo caminando, en camión y tren. La niña no sabía quién era su madre y sólo por inercia, como si de un muñeco se tratara, se echó la responsabilidad a cuestas de cuidarlo.
¿Quién sería esa niña? ¿Cuál sería su nombre? ¿Sobreviviría? Si se hizo joven o adulta, ¿con quién viviría? ¿Quién le podría dar razón de ella, de la niña que le salvó la vida? Sus padres adoptivos nunca le supieron responder esas preguntas. Vivió en Londres y luego se fue a trabajar a Madrid. Aunque llevaba una vida feliz, algo siempre le apretujaba el pecho. Sabía que era hijo de la tragedia, del abandono, de la soledad.
Uno debe saber de dónde viene, se decía a sí mismo. El origen es clave para la existencia. Yo no puedo ser de ningún lado, añadía. Sabía de su pasado judío. Sabía de su pertenencia a ese pueblo, escogido por Dios, pero en lo personal, en lo íntimo, la soledad le inundaba, como las notas de Mikyung Sung esa tarde fría en el Teatro Coliseum.