Sergio González Levet
Sin tacto
Está en su Palacio atrincherado, más empoderado que nunca y sin embargo lleno de miedo, de dudas, de encono contra los enemigos que él mismo se inventó: los conservadores, los oligarcas, los fascistas, los imperialistas.
Tiene muchos temores pero es más su enojo contra el tiempo ineluctable, contra esos días y esos meses y esos años que se pasaron tan rápido.
Resuena en su mente, modificado, el verso de Neruda: Es tan corto el poder y es tan largo el olvido.
Las espesas paredes no dejan oír el ruido de la calle y no obstante el hombre escucha en su cerebro alucinado los gritos y los insultos del pueblo encolerizado con él, ese mismo pueblo que tanto parecía quererlo en los mítines que le armaban sus colaboradores.
Las espesas paredes… espesas como su conciencia de luchador social vencido por la ambición.
Ah, el tiempo y sus mudanzas que no perdonan.
¿Qué hacer ante el fin inexorable?
¿Volver a comprar conciencias y simpatías con ese dinero que ya no alcanza para mantener el régimen, para ganar elecciones con los puros votos?
¿Usar la fuerza de las armas para matar o desaparecer a los líderes visibles? ¿Deshacer a punta de balazos las manifestaciones espontáneas que sacan a las calles y a las plazas a miles y miles de ciudadanos hartos?
¿A quién citar, dios? ¿Con quién aliarse ahora sí para que ayude a soportar la pesada carga del poder?
El hombre desatina y piensa que el mundo se volvió loco porque todo está ahora contra él. ¡Contra él, que tanto ha luchado por los pobres, por la justicia y la igualdad!
¿Que ya no lo quieren? ¿Qué quieren que se vaya? Bueno, pues metralla contra ellos, cárcel y tortura, guerra sin cuartel. Porque entregar el trono, ¡nunca!
El tiempo, el tiempo, el tiempo, por qué pasa tan pronto. Por qué se van los años así de repente. A qué demonio insano se le ocurrió que el poder no fuera eterno.
Recuerda un libro que leyó de joven. Lo busca en su abundante biblioteca, ésa llena de libros que nunca leyó. Lo encuentra y cita la primera estrofa:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer;
cómo después de acordado
da dolor;
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
Mira hacia el balcón, pero no se atreve a acercarse a la ventana. Allá afuera están ellos, los ciudadanos que sojuzgó y a los que les quitó la vida y la felicidad. No los ve y sin embargo los siente. Percibe su enojo, su rabia, su hambre de justicia.
Sabe que vienen por él…
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