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    Miguel Valera

    Relatos dominicales

    En mi infancia comer sangre guisada, con tomate y chile, era muy común. Mi padre solía matar borregos por encargo y cuando los trozos de la carne quedan listos, envueltos en hojas de mixiote para enterrarlos en un horno que se hacía en la tierra, con piedras candentes, mi madre ponía a la mesa el guiso de sangre al que todos le entrábamos, con tortillas de mano recién hechas. Comer ese tipo de guisado era de lo más normal.

    En el pueblo había una familia de Testigos de Jehová que cuando, coincidentemente pasaban por ahí y veían el espectáculo culinario, se escabullían. Si les invitábamos un taco, lo despreciaban, porque su religión, que seguía las viejas instrucciones del pueblo judío en Génesis y Levítico, marcaba que la vida de la carne estaba en la sangre. La verdad es que nos tocaban más tacos, sobre todo cuando las tortillas eran de maíz negro, una delicia.

    Con el tiempo dejé de comer ese tipo de guisados ricos en sodio, zinc, potasio, calcio y hierro. Un día, un buen amigo, que había viajado por el mundo, me comentó, hablando de esta comida, que la sangre de animales, como guiso, es muy apreciada en países como Chile, China, Hungría o Finlandia. En Sevilla, me dijo, había probado el mejor platillo de sangre de pollo, guisada sólo con cebolla, ajo y un chorrito de vino blanco.

    En Chile, en un viaje que me dice, nunca olvidará, al Valle de la Luna, con unos amigos que tenía en la Asociación Indígena de San Pedro Atacama, le dieron a probar un platillo de sangre fresca de cordero con sal, limón y ají seco ahumado. No tenía la mejor vista, pero el sabor no fue malo, refirió. “Pero en Suecia, hermano, un buen amigo, Arvid, me dio a probar un pastel que preparan con batido de sangre que se puede servir dulce, con frutas rojas y manzanas fritas o salado, con verduras; el Blodplättar, como le llaman, es de lo más común”.

    Acostumbrado a este tipo de conversaciones, no me extrañó cuando en otra ocasión, Agustín Rivas, viejo compañero de la universidad, me contó que era adicto a la sangre. “Sí, sí”, ya le iba a contar las anécdotas de mi cuate el viajero, a quien también conocía, cuando me detuvo de tajo, para añadir: “no, no, me refiero a la sangre humana”. “Y sabes qué, la he bebido y me he sentido aliviado; me relaja, me desestresa, me da vida”.

    Al ver mi rostro, estupefacto, me dio una palmada, para recriminarme: “no te puedo contar nada, porque te espantas”. “No, no, contesté, sigue por favor”. Entonces me dijo que un día viajó a Estados Unidos a un club de bebedores de sangre humana la cual compran legalmente y se reunían para tomar en copas que vacían de las bolsas salidas de frigoríficos.

    Oye, le dije, un poco en broma, para no parecer asombrado, es como un club de vampiros. Sonrío y me dijo que no era para tanto, era simplemente gente que había descubierto en la sangre una vitalidad especial y que había buscado en ella una motivación física y existencial. Y oye, le pregunté, ¿también le entran a la de “cada mes”? Sonrío, diciendo que alguna vez lo había intentado con un par de novias, pero que se espantaron al ver su afición.

    Para cerrar la conversación de forma chusca llamé al mesero y le dije que nos trajera dos “vampiros” con sangrita Viuda de Sánchez. “El mío con tequila doble”, acoté. Sonreímos y brindamos, mientras en la rockola, curiosamente, sonaba la canción “Vampiros” de Rosalía y Rauw Alejandro.