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    Miguel Valera

    Relatos dominicales

    Sus compañeras la encontraron tirada en el baño. Se impresionaron al verla y pensaron lo peor. Salieron corriendo a llamar a la prefecta de disciplina, una mujer recia, corpulenta, de mal carácter, que me recuerda siempre a Agatha Trunchbull —la maestra Tronchatoro de la exitosa película de los años noventa, Matilda—. Sin miramientos la cargó en brazos y la llevó a la enfermería. ¿Qué le pasó?, se preguntaban curiosos sus compañeros. Su madre llegó corriendo a la escuela.

    Pronto nos enteramos que Amandita, como le decían de cariño sus condiscípulos, se había drogado. ¡Qué escándalo!, gritaron las madres de familia. ¿Cómo fue posible esto? ¿Quién le vendió la droga? ¿Qué tipo de droga era? ¿Cómo permiten eso en la escuela? ¡Amanda representa un peligro para todos!, señalaron. Nadie preguntó cómo estaba, qué podían hacer por ayudarla, para orientar a su madre, para escucharla. No, el veredicto fue determinante: ¡que se vaya!

    La madre, un tanto avergonzada, confundida, sin saber qué hacer, sola, porque su marido las abandonó hace poco más de tres años, se fue sin chistar, sin reclamar, aceptando ser el foco de la condena pública, del desprestigio social. Aún logró escuchar en los pasillos la frase ¡cómo es posible que pase esto en un colegio católico! Cuando me enteré del caso me dio tristeza.

    Abandonada por su padre, testigo de la profunda depresión en la que cayó su madre, Amanda encontró un falso refugio en las drogas. Ahí estaba tranquila, ahí estaba en paz, ahí las horas pasaban más rápido. Fue algo que no pudo controlar, me contó un colega que conoció el caso de cerca. Todo sucedió muy rápido y su madre no se dio cuenta de la gravedad hasta el pasaje de ese colegio en donde pensó que estaría protegida.

    A esta chica, le dije a mi compañero, le pasó lo mismo que a la mujer adúltera del Evangelio de San Juan, un texto que por cierto no estaba incluido en las versiones más antiguas pero que refiere que unos escribas y fariseos llevaron ante Jesús a una mujer encontrada in fraganti en adulterio. La llevaron ante el hombre de Nazareth y le preguntaron sobre su destino a sabiendas que la ley judía antigua exigía apedrearla. Cuenta el texto bíblico que Jesús se puso a escribir en la tierra —como hacían los romanos en los juicios— y mirándolos a los ojos les dijo: “el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”.

    Todos se escabulleron. Entonces Jesús le preguntó a la mujer que quién la estaba condenando y al no ver a nadie a su lado le dijo que él tampoco y que se fuera y no volviera a pecar más.

    Algo parecido le pasó a Amanda, refrendé a mi viejo amigo. Sí, consintió. Ahí, en un colegio que se precia de católico, de seguir los principios del cristianismo, una chica fue condenada porque encontró en las drogas un refugio para su dolor y soledad. La corrieron, la apedrearon, la señalaron como si de una adúltera se tratara. Nadie hizo nada, nadie investigó nada, sólo le apuntaron con dedo de fuego, alejándola del círculo de pureza del que se sienten orgullosos.