Miguel Valera
Relatos dominicales
José sabía que se estaba muriendo. ¿Quién no?, le lanzó Sofía, su mujer, como un latigazo. Mira, añadió, con la voz enérgica que le caracterizaba: “todos nos vamos a morir; es lo único seguro que tenemos en la vida”. La frase, que parecía lugar común, le retumbó en los oídos. Entonces recordó un poema de Elías Nandino: “Morir es / Alzar el vuelo / Sin alas / Sin ojos / Y sin cuerpo”. No tenía duda que él, tú, yo, que nosotros nos estábamos muriendo.
Esa mañana luminosa, fresca, —“ciudad jardín, una especie de paraíso”, me dijo alguna vez de Xalapa el francés, Premio Nobel de Literatura 2008, Jean Marie Gustave Le Clézio—, José se preparaba para visitar a sus muertos en San Pablo Coapan, una comunidad del municipio de Naolinco que en los últimos años se había vuelto famosa por el cultivo de la flor de cempasúchil.
“Vámonos, le gritó a Sofía”, porque se les hacía tarde y el tráfico era complicado en estos días. Viajaron en silencio. A él le seguía rondando la idea de la muerte y ella, que solía ser bulliciosa, se contagió. En ese silencio le rondaba un frase que alguna vez le escuchó a un viejo maestro de filosofía, quien al hablar del libro “Ser y tiempo”, de Martín Heidegger, les decía que el ser humano es un “ser para la muerte”, apuntando que la muerte es un acontecimiento crucial en la aventura de la vida y que el más allá era en realidad “la nada”. Es decir, que no había ni cielo, ni infierno, ni nada de nada, indicaba el profesor.
Pero José creía en la esperanza. Cuando lo platicaba con Sofía ella le decía, así como era de directa, que eso de la esperanza no era más que un deseo. “Ya déjate de cosas y ponte a vivir; tenemos muchas cosas que vivir”, le insistí, para sacarlo de sus cavilaciones. Sin embargo, en sus reflexiones, José pasaba de la angustia a la desesperación para encontrarle un sentido al aquí, al ahora y sobre todo al más allá.
Con esos pensamientos llegó a San Pablo Coapan, un pueblo, que según le contó su abuelo, nació de la muerte y la destrucción que causó la peste en Santa María Magdalena. “Por eso aquí tenemos a cuatro santos, le decía el viejo: a San Pablo, al padre Jesús del Consuelo a santa María Magdalena y a nuestra señora de la Natividad. Todo el año le rendimos honores a quienes nos salvaron de la peste”.
En el campo familiar de flor de Cempasúchil y de girasoles que tenía la familia, José se sentía feliz. Sin decirle, su mujer se reía un poco de él, cuando se quedaba por horas contemplando el paisaje amarillo. “Se siente Vincent Van Gogh en los campos de girasoles en Arlés, al sur de Francia”, le decía a sus familiares que no le entendían nada. No sabían de qué hablaba.
Luego de limpiar la tumba pasaba a la panadería de doña Asminda Lara Yera. Le gustaba probar de todo, pan de manteca, mantequilla, granillo, enchilado de sal, de panela y de huevo. Desayunaba los tamales de la región y su postre preferido era el dulce de jamoncillo. En la mesa de la casa paterna, que había heredado su hermano menor, recordaban las andanzas de los viejos y siempre terminaba con la frase, “ya están mejor que nosotros”. No lo sabía, pero así lo creía.