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    Miguel Valera

    Relatos dominicales

    Yo debía tener cinco años cuando descubrí la escuela. Estaba en el patio de la casa de mis padres, una carretera federal y un vivero forestal. Al lado de mi primo Lalo, vivíamos una infancia feliz, jugando, corriendo y soñando. Él era “La Mole” (anillo de roca la mole quiero ser, se escuchaba en la televisión) y yo “Flash Gordon”, (no por rápido sino por gordo).

    Un día, un poco más allá de ese patio descubrí algo maravilloso: niñas y niños que llegaban en un autobús, uniformados, que se bajaban felices. ¿Por qué van esos niños y niñas saltando de alegría, guiados por señoras y señores a esos salones?, nos preguntábamos. Algo bonito debe haber ahí, respondíamos.

    Al otro día les dije a mis padres —Pedro y Pomposa— que quería ir a ese lugar, que quería ir a la Escuela, entrar a uno de esos salones ¡y subirme al autobús ese amarillo de donde bajaban tantos niños felices! ¡Pero aún no tienes la edad!, dijo mi madre. ¡Mándalo!, contestó mi padre, un campesino que, con casi cien años, hoy que escribo esto, recuerda con nostalgia que nunca pudo estar en un salón de clases.  

    Llegué a la Escuela Primaria “Abel S. Rodríguez” en la comunidad de Los dos amigos —o Tabachines—, municipio de Paso de Ovejas, cuando apenas tenía cinco años, como les dije arriba. Me metieron al primer grado que ya estaba por terminar. El maestro o maestra (su nombre se me va de la memoria), me puso a hacer una plana de la letra “e”. No pude y terminé llorando. Al día siguiente lo logré.

    Cuando concluyó el curso, pocos meses después, yo no podía pasar a segundo porque apenas me habían inscrito formalmente a primero. Lloré de nuevo porque algunos niños decían que había “reprobado” y pensaba que eso era malo. Después de las vacaciones de verano ingresé formalmente, ya uniformado y peinado. ¿Cuándo me podré subir al autobús escolar?, le preguntaba a mi madre, quién sonriente me decía que “algún día”. Eso nunca pasaría porque la Escuela era, literal, parte del patio de mi casa.

    Todos estos recuerdos se me vinieron de sopetón a la memoria el día que mi ex compañero Héctor Ramírez Romero me incluyó en un grupo de WhatsApp donde estaba nuestro maestro de Quinto, Gaspar Bravo Sánchez. Ahí también Noemí Lagunes Ugarte, Juan Carlos Pegueros Pérez, Manuel Larragoiti Rivera, Consuelo Aguilar y Lorenzo Hernández.

    Luego de unos días puse en el grupo dos fotos y me parece que a todos se nos reavivaron los recuerdos. De inmediato pusieron algunos nombres, además de los ya citados: Rafael, Ricardo, Olivia, Guillermo, Martín, Genaro, Lorena, Claudia Isis, Efrén, Raymundo, Eugenio, Jesús. En la foto de sexto grado, la maestra María de los Ángeles Edith Cruz López. “Muy bonita foto y grandes recuerdos”, escribió el profesor Gaspar Bravo.

    Todos nos emocionamos por esos viejos y felices tiempos. La Escuela Primaria “Abel S. Rodríguez” que fue construida en medio de unos terrenos federales y estatales, que hasta la fecha siguen funcionando como viveros, fue una de las mejores escuelas de la región. Tenía los seis salones para sus seis grados, un edificio para la dirección, con una biblioteca, una alberca que disfrutábamos particularmente el 30 de abril, día del niño y en días festivos, y una cancha en donde jugábamos y rendíamos honores a la bandera.

    El tiempo, que no perdona, se la llevó, como muchos de nuestros recuerdos que se han ido perdiendo. Sin embargo, aunque sea en la lejanía, quienes estuvimos ahí recordamos el valor de la escuela pública, nuestras aventuras de infancia y a maestros que dieron todo por nosotros. El tiempo, como escribió Tabucchi, “envejece de prisa” y ahí, en la vorágine, vamos todos, como lo apuntó Ernesto Cardenal, “como figuras que pasan por una pantalla de televisión y desaparecen, así ha pasado mi vida. Como los automóviles que pasaban rápidos por las carreteras…”.