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    Uriel Flores Aguayo

    Desde siempre pero más ahora nuestro país ha transitado entre la polarización política e ideológica. Esto tiene algo de auténtico y mucho de artificial. Esa realidad va en sentido contrario a nuestra pluralidad real. El fomento de la polarización es una estrategia de poder bastante conocida en la historia de la humanidad. Clasificar entre blanco y negro o buenos y malos facilita la narrativa de líderes y gobernantes, agiliza las adhesiones a su proyecto y ubica centralmente a sus adversarios reales o inventados. El recurso de la polarización fomenta las mentiras, la retórica y la demagogia. Es excluyente del diálogo y los acuerdos. No es difícil que la intolerancia se encamine al odio. En todos los casos la polarización no es democrática. El problema mayor radica en las exageraciones discursivas y las proclamas desproporcionadas porque nublan el conocimiento y fanatizan a los seguidores. Esos métodos hacen fácil la conducción de masas pero siempre será frágil e intrascendente hacerlo de ese modo. Cuando se exaltan ocurrencias o se hacen afirmaciones ilógicas se hace dudar a las audiencias de opinar o no, todo se envuelve en fantasías y se crea un ambiente tóxico. Es imposible sostener una sana conversación pública basada en un sistemático desafío al sentido común. Poco avanzará México de sostenerse esa ruta polarizante con independencia de intenciones y figuras por valiosas o heroicas que sean.

    En mi experiencia, cuando opino de política, recibo algunas reacciones agresivas de militantes oficialistas que se refieren al mensajero y eluden el mensaje. Normalmente me llenan de adjetivos y descalificaciones, no aportan argumentos. En esas condiciones no hay forma de diálogo, de un intercambio constructivo. Abundan las consignas y una especie de fanatismo en esas actitudes de bajo perfil. Es llamativo que los líderes y personajes encumbrados no participen en el debate público como es su obligación. No se sabe de sus posturas, de lo que piensan y de la defensa de sus causas y políticas. Es curioso y regresivo. Si no escriben se puede suponer que tampoco leen, que no tienen formación ideológica y cultural. Estaríamos ante una situación de precariedad e ineficacia a la hora de tomar decisiones. Ahí estaría una pista de los estilos y niveles de gobernar y legislar. No puede haber transformación sobre la base de la ignorancia. No es ocioso decirles que tienen la responsabilidad de estar en la conversación pública, que su función, para ser democrática, los obliga a ser partícipes activos de nuestra vida pública. Su papel político incluye tener voz en el seno de la sociedad, no es cuestión optativa.

    Los espacios de labor de la ciudadanía para incidir y mejorar a nuestra democracia son amplios e indispensables. Hay que eludir la polarización y los monólogos. Luchar por la vitalidad del pluralismo. Impulsar los diálogos informados y tolerantes. Cuidar la preeminencia de los datos, las evidencias y las razones. Esa es la única ruta renovadora que vale la pena y que hará una mejor sociedad. En ese camino se debe fortalecer a la sociedad civil porque obtendremos mayor participación y creatividad, porque seremos una mejor colectividad. Poner el acento en los mensajes y respetar al mensajero. Apostar por la inclusión y la tolerancia irrestricta. No permitirnos el descenso a niveles de odio y negación del otro. No es juego. Siempre será más simple para los líderes apelar a las emociones con fraseología básica, no tienen que hacer el esfuerzo de pensar y convencer; les basta la propaganda y la invocación de figuras carismáticas.

    Recadito: la consulta de agosto es un ejemplo del vuelo de los cocodrilos.
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