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    Uriel Flores Aguayo

    Puede pensarse que es algo ajeno a nosotros lo que pase en Nicaragua, que es asunto de ellos o que es cuestión de la «autodeterminación de los pueblos». Pienso distinto. Hay antecedentes comunes y una historia solidaria que impone hablar al respecto. Son principios universales referentes a los derechos humanos que hacen ineludible vincularse a las causas libertarias y democráticas sin importar fronteras y nacionalidades. Hablar de lo qué pasa en Nicaragua da luz, comparativamente, a lo que pasa en América Latina y en México. 

    El domingo pasado se realizaron las elecciones presidenciales en ese pobre país centroamericano. Los resultados eran previsibles ante la violencia desplegada por el gobierno contra los líderes, movimientos y partidos opositores. Se trató de una elección de Estado, sin competencia real. Meses antes los principales candidatos independientes fueron privados de su libertad, corriendo igual suerte periodistas, líderes sociales y directivos empresariales. En ese contexto prácticamente Daniel Ortega, del Frente Sandinista, en fórmula con su esposa, era candidato único. Oficialmente habría participado un ochenta por ciento de electores; algunos observadores hablan de catorce por ciento. Con esta reelección Ortega estará cumpliendo veinticinco años en el poder. Sin oposición, con un organismo electoral controlado, con leyes a modo, sin observadores internacionales, sin prensa libre y con una feroz represión a la ciudadanía se ha configurado una dictadura. Los resultados de esa elección no son reconocidos por la comunidad internacional. 

    Es penoso lo qué pasa en Nicaragua dado sus antecedentes de haber vivido una revolución en 1979. Fueron años de entusiasmo y esperanza. Cuando se pensaba en soluciones radicales y justicieras. La revolución nicaragüense derrocó una sanguinaria dictadura, la de Anastasio Somoza. El proceso nicaragüense tuvo un inicio democrático, con elecciones libres y alternancia política. Desde que volvió Ortega al poder, en dos mil seis, se empezó a construir una ruta dictatorial. Es una traición a sus orígenes, a sus propios compañeros, a quienes persigue y encarcela, a sus ideales y al pueblo. 

    Nicaragua nos queda cerca geográfica e históricamente. No es fácil desentenderse de su realidad. Queramos o no, por mínimos de congruencia, tenemos que decir y hacer algo por su gente. Cuando hay una violación a los derechos humanos de su población, nada justifica el silencio. Quedarse callado es complicidad. Se debe condenar en principio la falta de libertades y la represión, así como realizar acciones diplomáticas y políticas que presionen al gobierno nicaragüense. 

    No es sencillo definirse en estos asuntos para lo que queda de las izquierdas mexicanas. Hay un sistemática actitud a crítica y de apoyismo en las filas nacionales hacia los gobiernos surgidos de revoluciones o movimientos de liberación, Nicaragua no es la excepción. Sin embargo, se tiene que hacer un esfuerzo mayor de reflexión y autocrítica. En las posturas que se adopten sobre Nicaragua va implícita la congruencia con el proceso mexicano. No es honesto jugar a la revolución hacia afuera mientras en nuestro país se respetan las reglas democráticas. Es una manera cobarde de envolverse en supuestas banderas vanguardistas condenando a la miseria y violencia al pueblo nicaragüense. Para el Gobierno mexicano también es un aprueba especial de congruencia. Se pone del lado del pueblo o apoya a la dictadura. Con los antecedentes del caso Cubano, donde ha sido omiso, no se puede ser optimista. Habrá que esperar un poco más. 

    Recadito: dice la publicidad del Ayuntamiento xalapeño que transformaron al municipio en cuatro años. Lo que es vivir en su burbuja.

    Ufa.1959@gmail.com