Mónica Mendoza Madrigal
Cuando en 2017 se dio a conocer la primera denuncia pública por acoso sexual y violación en contra de un magnate de la industria cinematográfica hollywoodense, nadie imaginó que ese señalamiento desencadenaría un movimiento social de carácter global irreversible.
En realidad, no fue la denuncia pública de Rose McGowan contra Harvey Weinstein la que lanzaría al mundo el llamado a sumarse sororamente ante una queja de esta naturaleza a través del uso del #MeToo, sino que fue la activista social Tarana Milano la primera en animar a las mujeres a escribir en las redes sociales sus experiencias de acoso en 2006; poco después fue la actriz Alyssa Milano la que popularizó el hashtag que ha hecho públicas desde entonces y hasta hoy una serie de conductas abusivas, inapropiadas, de acoso y hostigamiento sexual en contra de mujeres de todo tipo, sin distinción de su fama mundial o su poderío económico.
Lo que el #MeToo nos enseñó es que ninguna de nosotras está exenta de ser víctima de esta clase de delitos tan profundamente normalizados, que han sido práctica común en todos los ámbitos de la vida de las mujeres desde hace años.
Sin duda alguna, el gran impacto que este movimiento logró alcanzar –sobre todo en los primeros años de haberse hecho público- se vio favorecido porque tanto las denunciantes como los denunciados eran personajes de fama pública. Y aunque en un principio se intentó minimizar los hechos precisamente por el peso de los involucrados, usando el argumento de que eso “siempre había sucedido así” e incluso llegando –para no variar– a culpar a las mujeres de haber sacado provecho de esas situaciones, lo cierto es que la magnitud del escándalo provocado con las denuncias impidió que éstas pasaran desapercibidas y es así como vimos caer a personajes tan encumbrados acusados de estos delitos, que hemos llegado a pensar que por fin ha llegado el momento de hacer justicia.
Sin embargo lo que en realidad sacó a la luz este movimiento no fue una serie de conductas poco éticas en el cerrado círculo de la farándula, sino una serie de prácticas ejercidas desde quienes aprovechan la desigualdad que el poder les otorga, para exigir placeres sexuales, tocamientos y otra serie de conductas no consentidas o finalmente aceptadas, como moneda de cambio de un chantaje de bajísima calaña.
Así pues es que hoy sabemos de acosos por parte de jefes, profesores, clérigos y demás personajes que, abusando de su condición de superioridad, sobajan, minimizan, seducen o abusan de quienes por miedo acaban cediendo a la presión ejercida o sobreviviendo a los altos costos que negarse implica.
Estas conductas siguen encontrando en la denuncia pública la única posibilidad para exhibir a sus acosadores y someterlos al escrutinio social como la última alternativa que las víctimas encuentran para frenar los abusos, que no están siendo frenados por las vías institucionales.
Y es que, ¿qué les queda a las víctimas, cuando en sus propias instituciones –con todo y protocolos contra el acoso y el hostigamiento sexual existentes– se les sigue revictimizando, exigiendo probar las comportamientos inapropiados que han padecido, presentar testigos para confiar en sus dichos o premiando a sus agresores con un manto de impunidad que los empodera para seguir actuando en esa forma tan abusiva?
Así es como vemos que siguen proliferando las denuncias en redes, que se complementan con los señalamientos explícitos en los “tendederos” que muestran los nombres y los rostros de los agresores, cuyas fechorías son bien sabidas y hasta consentidas; o bien, grafiteadas las acusaciones en algunos de los muros públicos que consignan dolorosamente violaciones y otras vejaciones.
Es verdaderamente terrible constatar cómo las instituciones todas – tanto públicas como privadas, sean nacionales o estatales – están cometiendo un error básico: lo que les interesa no es resolver estos hechos o evitar que sigan sucediendo, sino que lo que intentan es evitar que se hagan públicos para no dañar su reputación, buscando acallar los señalamientos y en su lugar proponer salidas fáciles que en poco o nada contribuyen a combatir un problema que, en buena medida, han propiciado.
Esto sucede principalmente en las instituciones escolares, que es donde las jóvenes se han armado de un valor colosal que las lleva a enfrentar a sus agresores y a desafiar a las autoridades; cosa que no sucede en los ámbitos laborales y no porque estén exentos de que estas prácticas sucedan, sino porque para las mujeres trabajadoras, el riesgo de perder su empleo por denunciar a sus jefes las lleva a callar.
Muchas son las instituciones que hoy se regodean de contar con protocolos contra el acoso y el hostigamiento sexual y laboral. Pero estos instrumentos por sí mismos no hacen magia si no se socializan entre quienes conforman las instituciones y si no hay un esquema de sanciones ejemplar que inhiba a quienes siguen incurriendo en estos delitos, amparados por la protección que el poder les brinda.
Las instituciones están haciendo las cosas mal. Y lo peor del caso es que el problema puede llegar a alcanzar proporciones incalculables y de ello serán las únicas responsables.