Manolo Victorio
Carpe Diem
Los primeros 28 artículos de nuestra carta magna nos confieren derechos universales, intransferibles e inalienables; son también irrenunciables porque no podemos despojarnos de su cobija protectora, ni siquiera por propia voluntad, son también intransferibles porque no se pueden prestar al prójimo o al extranjero y son derechos inalienables, porque nadie los puede suprimir bajo ninguna circunstancia ni se puede despojar de ellos a ninguna persona.
Las primeras lecciones de derecho indican que el artículo 6º constitucional nos da el derecho, a todos, en la universalidad del colectivo, de poder expresarnos.
Los periodistas no tenemos el imperio de la verdad.
Tampoco podemos erigirnos en jueces de la palabra hablada, escrita o lanzada al éter en medios electrónicos como la radio y la televisión, ni somos perros guardianes de las redes sociales donde la lógica semiológica de Umberto Eco bautizó como nichos efímeros, sin sustento ni rigor ético que «dan el derecho de hablar a legiones de idiotas», erigidos en influencers, tiktokeros, youtuberos, free lancers o imita changos que se impostan como comunicadores, periodistas o líderes de opinión solo con traer un teléfono celular en la mano.
Habría que sujetarse a la letra de la ley en afirmación positiva del derecho que asiste a “esta invasión de idiotas”, a esta irrupción de necios a decir, difundir o subir a las plataformas sociales cualquier cantidad de banalidades que confunden a quienes no tienen el hábito de consumir información certificada.
Es la libertad de expresión, tan elástica y resistente como la tela de la araña donde pudieron columpiarse cinco elefantes al mismo tiempo, como versa la canción infantil de antaño.
La diferencia estriba en la preparación del periodista, en su formación profesional o empírica, basada siempre en la filosofía de la buena fe.
El trabajo constante que refleja la realidad, por más incómoda que le resulte al gobernante que vive y se mueve acompañado de rodeólogos, asesores de la nada, achichincles a sueldo y eminencias grises que lo encapsulan en una nube rosa; es la obligación del periodista.
Nada más.
El periodista no toma su primer café de la mañana con malsana intención de enderezar una campaña de odio o desprestigio en contra de nadie, funcionario, político, hombre o mujer pública en el ejercicio de sus funciones.
Tampoco se acuesta con avieso plan de destruir prestigios o carreras públicas.
Es la realidad la que marca la agenda, el derrotero de las notas, crónicas o reportajes periodísticos cuya principal exigencia es el rigor de la comprobación.
Ese es el trabajo periodístico.
Prescindir de loas, inciensos literarios, aderezos estilísticos que busquen erigir o denostar la imagen de alguien. Es la transmisión de la información de los hechos que se registran, con un lenguaje preciso, conciso y macizo.
Cuando enseñaba el oficio, Gabriel García Márquez, decía: un texto es como una salchicha: debes primero saber a dónde vas a llegar, así que tienes que anudarla abajo. Cuando ya la tienes bien amarrada, comienzas a meterle la carne, el perejil, la papa, que es todo lo que uno consigue en la reportería, y después la amarras arriba y ahí está la salchicha, recuerda David Lara Ramos en la Fundación Gabo.
“Le style c’est l’homme”, decía el filósofo y naturalista francés Buffon.
La noticia es la misma, sólo cambia la forma en que se cuenta, dicen que dijo alguna vez Gabo. El estilo es el hombre decía Buffon.
Y a veces el estilo, filoso cuchillo intangible que hiere al gobernante, lastima el ego, desbarranca ídolos de barros, desdibuja el discurso del progreso, la paz social y el bien común construido por la propaganda gubernamental y creída a pie juntillas por los inquilinos temporales del poder.
Es ahí como dicen en la aldea, cuando la puerca tuerce el rabo.
Hay una realidad revelada por los medios de comunicación que el aparato propandístico gubernamental trabaja todos los días en maquillar, cuando esta maquinaria trabaja en la inteligencia de la certeza de su trabajo.
Aquí, la sociedad sabe el trabajo de cada quien.
Los gobernantes deben gobernar, los medios de comunicación informar.
Es una cohabitación trompicada, una relación pedregosa, accidentada, donde los desencuentros, las diferencias de visión entre datos, hechos y narrativa, se presentan cotidianamente. Eso es también democracia.
El gobernante tiene derecho a quejarse del trato de lo medios de comunicación, le asiste la libertad de decir lo que le venga en ganar, en imitación o motu propio.
Los periodistas, ejercen su derecho a disentir de la realidad oficial, siempre que lo sustentado en el trabajo reporteril tenga un anclaje de certificación.
Cuando se dice, escribe o lanza algo a las plataformas sociales bajo el filtro de la comprobación, no hay discurso que derribe el argumento periodístico.
Todos tenemos el derecho de pensar, obrar y ejercer nuestras libertades bajo la tutela de la ley.
La verdad os hará libres, dice la palabra. En periodismo, la verdad comprobable es la única premisa.
Como escribió Ryszard Kapuscinski, en colofón de los encuentros y desencuentros entre el poder y la prensa: para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias.
¡Tan, tan!, gritaba aliviado un viejo periodista cuando terminaba en su Remington 500 su octava nota del día, destajo impuesto por el jefe de redacción como tarea diaria, al friccionar en aplauso final, sus palmas, en señal sonora del deber cumplido.
¡Tan, tan!