Destacado

    Salvador Muñoz

    Los Políticos

    Un domingo, allá por inicios de 1990, Gonzalo me pidió acompañarlo a vender tamales en el atrio de la parroquia del Calvario. Eso requería llegar temprano, más allá de lo acostumbrado, al coro de dicha iglesia.

    Total que llegué con Gonzalo, quien descendió de un taxi y junto con él, una tamalera calientita.

    Nos ubicamos a unos metros de la salida principal del templo y esperamos que terminara la misa. La salida de feligreses inició y yo, sentado a un lado, veía cómo pasaban y pasaban los parroquianos y Gonzalo, sentado, con una cara sin emoción, sólo “estaba” sin estar.

    Mi pregunta fue natural: “A qué hora vas a vender?”

    A ciencia cierta no recuerdo qué me respondió pero estaba a expensas de que alguien se acercara por la Gracia de Dios.

    A la siguiente misa, en cuanto escuché por las bocinas el tan ansiado “Demos gracias a Dios” que finalizaba la ceremonia religiosa, sin decirle “agua va” a Gonzalo, voltee la tapa de la tamalera y puse en ella, a manera de charola, cinco o seis tamales y a la vez, dejé que escapara el vapor que de inmediato impregnó el ambiente a tamal!

    ¡El efecto fue inmediato! La gente se arremolinó y los 50 tamalitos que trajo Gonzalo para su venta, se vendieron en menos de media hora.

    Gonzalo estaba sorprendido. ¡Semanas enteras y apenas si vendía dos terceras partes y en ese momento, en un ratito, ya no tenía qué vender!

    Le pregunté a Gonzalo si podía igual vender con él una cantidad similar de tamales la próxima semana y aceptó.

    Al siguiente domingo, llegamos con los 100 tamales a la primera misa de la mañana… antes de las 10 horas, terminamos la venta con ese truquito de voltear la tapa y dejar que el vapor hiciera su efecto en el olfato de los parroquianos.

    Así, empecé a ganar unos pesos extra que igual nos daban en casa para ampliar la despensa o hasta para una escapada al cine…

    Siete días después, a los tamales agregamos gelatinas para los niños… y también hubo éxito…

    Hubiera seguido en la venta de tamales y gelatinas los domingos en la iglesia del Calvario, pero el destino me llevó a otros roles y tuve que irme a Acayucan a trabajar en El Diario del Sur.

    Alguna ocasión, de vuelta en Xalapa, quise volver a la venta de comida y probé con pambazos. Enterados que habría un mitin en la Plaza Lerdo, en casa empezamos a preparar la lechuga, los frijoles con chorizo y aderezamos con queso los pambazos.

    Llegué con mi caja de cartón repleta de 50 pambacitos y apenas empecé a gritar “Pambazos! Pambazos! Pambazos!” cuando alguien entre los allí convocados, grito: “¡Son gratis! ¡Son gratis!” y de repente, una mano entró a la caja seguida de otra, otra y otra. Desesperado, me tiré encima de la caja hasta que una voz conocida, me quitó de manera enérgica a ese maremagnum de manos y me levantó… era Regina Martínez quien cubría ese mitin…

    Entre enojado y triste, tomé mi caja con el resto de pambazos y me dirigí al asilo Sayago… opté por donarlos.

    Recuerdo todo esto por la referencia que hace poco hizo el presidente López Obrador sobre Xóchitl Gálvez cuando en un momento de su vida, ella vendió tamales.

    Si quiso burlarse de Xóchitl por vender tamales, creo que equivocó el camino… cualquier oficio que pretenda llevar sustento a casa, está lejos de la sorna y más cerca del respeto…

    Xóchitl lo dice mejor: preferible vender tamales que dar atole con el dedo; mientras, AMLO sólo hace el ridículo con su cantaleta de “Tamaleees… tamaleees… tamaleees!” cuando a veces sólo basta destapar la tamalera, mostrar algunos tamales y dejar que el vapor haga su trabajo.