Emilio Cárdenas Escobosa
No sé a usted, apreciado lector, lectora, si ya se le olvidó el tema de la confrontación bélica entre Israel y el grupo Hamas, asunto que a juzgar por lo que se lee o es noticia, ha pasado ya a las planas interiores –como se decía en el auge de los medios impresos- o se ubica solo en las secciones internacionales de medios digitales. Un tema que ya perdió interés para muchos. “Noticia que todos saben, ya yo no quiero leer”, como dice la letra de la famosa canción “Periódico de Ayer” del desaparecido salsero Héctor Lavoe.
Pese a la gravedad de los hechos, al sufrimiento de la población civil, a las imágenes espantosas del dolor, estupor y pánico de civiles, mujeres y niños, a las terribles escenas de pequeños inocentes muertos o gravemente heridos tras el bombardeo a un hospital en Gaza, atribuible –pese a la versión de las agencias noticiosas tipo CNN- a la desproporcionada y brutal respuesta del gobierno israelí al ataque terrorista perpetrado por Hamas que detonó este conflicto.
Mientras el gobierno de Israel se prepara con todo su poderío militar para la incursión terrestre en Gaza para exterminar al odiado grupo rival, los observadores internacionales alertan que sobrevendría una catástrofe humanitaria de proporciones bíblicas.
Pero ello no obsta para que el público voltee para otro lado, le fastidie o le incomode y prefiera cerrar los ojos, o simple y llanamente deja de interesarse en el asunto o, peor, parlotea y pontifica en redes desde su desconocimiento del tema, con todas sus filias o fobias que en el fondo justifican estas matanzas y la irracionalidad de la guerra que se desarrolla y que amenaza con extenderse.
¿Qué nos pasa, por qué esta indiferencia? ¿Por qué no nos conmueve el sufrimiento de otros?
Y esto que le digo no aplica solo a las atrocidades que se cometen en el Oriente Medio, sino que el problema lo tenemos en casa, en nuestro país, donde llevamos más de veinte años aturdidos por una situación de violencia criminal igual de atroz: desparecidos, mutilados, descuartizados, embolsados, hallazgos de campos de exterminio de migrantes, fosas clandestinas por doquier, un desfile de cuerpos desmembrados que se dejan con mensajes de los grupos de narcotraficantes enfrascados en una feroz lucha por el territorio, mientras las autoridades no ven, no oyen y minimizan este festín sangriento.
Es la banalización del mal. Un concepto que se utiliza para explicar la maldad humana.
Acuñado por la filósofa alemana Hannah Arendt, luego del juicio contra el nazi Adolf Eichmann, celebrado en Jerusalén en abril de 1961, en el que se procesó al jefe del subdepartamento de la oficina de seguridad del Tercer Reich y máximo responsable de la logística para la organización y distribución de los campos de concentración por parte de los nazis, en su plan para exterminar a los judíos. Eichman había huido a Argentina para evitar los juicios de Núremberg o cualquier Tribunal de Guerra, y fue secuestrado en esa nación por un comando israelí para ser juzgado en Jerusalén, a contrapelo de los procedimientos del derecho internacional.
La crónica del juicio realizada por Arendt y sus reflexiones sobre el mismo dieron lugar al concepto de la banalización del mal, un tema que marcaría en adelante a la psicología social y al resto de las ciencias sociales, pues describe cómo un sistema de poder político puede trivializar el exterminio de seres humanos.
La filósofa alemana se planteó una pregunta fundamental: ¿por qué Eichamn no reparaba en que su participación en esos crímenes atroces lo condenaba de antemano, y que el hecho de que –como él creía y argumentaba- solo cumplía un procedimiento burocrático-, no lo eximía de las consecuencias éticas y morales de sus actos. Se preguntaba el por qué una persona normal puede involucrarse en un genocidio execrable como fue la “solución final” de los nazis.
Traigo a colación el pensamiento de la filósofa Arendt porque es la única manera que encuentro para explicarme lo que está sucediendo en el mundo contemporáneo ante la violencia sin fin que vemos y atestiguamos y que parece no conmovernos.
Es la banalización del mal lo que tenemos frente a nosotros cuando volteamos hacia otro lado o buscamos justificar el terrorismo de Hamas o el terrorismo de estado que lleva a cabo Israel con el apoyo de Estados Unidos y aliados europeos.
En qué punto normalizamos lo que no puede serlo.
Sean las guerras o, mejor dicho, los crímenes de guerra, el salvajismo de las disputas entre grupos de los cárteles de la droga, las ejecuciones, la sangre, los muertos o desaparecidos de los que ya perdimos la cuenta en México, la violencia en general, y nuestra tolerancia hacia este horror, son todas manifestaciones del nivel de degradación a la que hemos llegado como sociedad.
Es la banalización del mal lo que vivimos también en México, donde el incesante bombardeo de imágenes e historias violentas nos anestesian el juicio crítico, ensombrecen nuestra capacidad de asombro y nos hacen acostumbrarnos a vivir con ello.
Cuando ante situaciones extremas y anormales la reflexión y el pensamiento crítico se adormecen y se tornan irrelevantes, ahí empezamos a perder la batalla. Si no nos conmueve una guerra, aunque sea lejana y el sufrimiento que conlleva, si nos parece normal el reporte de un desaparecido más o la información del hallazgo de nuevas fosas clandestinas, o no reparamos en la suma macabra de crímenes, ahí el mal se hace presente y ya no lo vemos, se vuelve invisible, se normaliza.
Nuestra tolerancia a los crímenes pequeños nos lleva a aceptar hechos más grandes hasta llegar a ser indiferentes ante crímenes contra la humanidad.
Nuestra ética se ha pervertido. Y hemos dejado que, inmersos en la competencia por ver quién es mejor y tiene más, el mercado nos marque estilos y pautas de vida, donde la ética por excelencia, la que realmente interesa, es la del dinero como fin absoluto.
Lo demás, mientras no me suceda a mí, es lo de menos. Es la máxima en los tiempos violentos que vivimos.
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