Uriel Flores Aguayo
En el pasado no tan lejano , antes de los 21 años de la transición democrática, la que antecedió y dio base a la regresión autoritaria de AMLO, se decía desde las filas opositoras que se luchaba contra el sistema, identificado como el PRI-Gobierno. El sistema político significaba que no había elecciones libres, que era nula la división de poderes, que no existían organismos autónomos, que no se reconocía la pluralidad, que había partido oficial, que se coorporativizaban a los trabajadores, que se violaban los derechos humanos, que se reprimía la libre expresión, que el gobierno se disfrazaba de partido y se gobernaba de forma unilateral y con ocurrencias. Esas estructuras, reglas escritas o no, con sus simbolismos y mando férreo de sus jefes era lo que se conocía popularmente como el sistema. Había quienes lo sostenían en tanto sus beneficiarios, otros terminaban apoyándolo ubicándose en una hueca neutralidad o en el fatalismo y pragmatismo; una minoría lo cuestionaba y hacía frente. El sistema premiaba y castigaba, era contundente. Sobre todo inhibía, la evasiva a enfrentarlo se justificaba con el miedo a sufrir represiónes. El sistema era real, pero también invocación etérea. Se asumía que era muy difícil o casi imposible enfrentarlo y cambiarlo.
Fue un largo proceso de liberación para llegar a la todavía frágil democracia que tenemos.
Todo eso reapareció en este sexenio, de regresión y añejas glorias. El viejo sistema volvió con Morena. La lucha de antes es la lucha de ahora contra el sistema guinda. Es nocivo pero no deja de ser impresionante la similitud entre el sistema rojo y el sistema guinda. La lucha de ahora es contra el sistema de Morena. Son gobierno y partido a la vez, manipulan programas sociales, violan las leyes, forman clientes en lugar de ciudadanos e intervienen cínicamente en las elecciones. Morena no significó cambio alguno, nada positivo. Sufrieron un súbito y precoz cambio negativo, se convirtieron en todo lo que decían combatir. Sin banderas ni honor andan dando tumbos de vergüenza y desprecio. Son uno más o peores. La única esperanza de la ya muy corrupta nueva clase política reside en el efecto del culto a la personalidad del Caudillo; le apuestan a la demagogia y la manipulación de la pobreza. Sin argumentos rehuyen el debate, no tienen nada que presumir. Usan recursos públicos y compran votos. Esa es su caricatura de transformación. Quien dirija eso es un farsante y simulador; quienes los siguen pueden ser desinformados o beneficiarios de programas sociales. En ellos ya no hay esperanza, no creen en sus ideas ni en sus políticas. Terminaron convertidos en secta y membrete, en masa amorfa donde no hay reglas democráticas, pero si falta de dignidad y escrúpulos. Ya son un peligro para nuestra democracia.
Dada esa situación definitoria y peligrosa, con elección de Estado en curso, es indispensable la unidad opositora y de la ciudadanía en general para luchar por la democracia y nuestras libertades. En otro contexto continúa la lucha
Recadito: vamos a guerras por agua .