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    Ernesto Viveros

    El Ojo Ilustrado

    El asesinato de 22 personas realizado por elementos del ejército mexicano el pasado 30 de junio, en el municipio mexiquense de Tlatlaya, es tan solo una muestra más de la impreparación de las fuerzas castrenses para ejercer tareas policiales.
    Hace años que, ante la debacle operativa de las policías ante el narcotráfico, se utilizó al ejército mexicano en tareas de inteligencia e investigación, vigilancia, persecución y apresamiento de estos criminales. Tan solo durante el sexenio anterior, en múltiples ocasiones se discutió y propuso que el marco legal en el que actuaban dichas fuerzas armadas fuera actualizado para apoyar esta nueva función con mayor certeza legal pero, una y otra vez, la decisión no encontró suficientes consensos tanto en 2004 – 2005, cuando se discutió y promulgó la ley vigente hoy día; en 2010 y 2011, cuando se planteaban reformas a la misma, e incluso en 2014, cuando se trata de redefinir las tareas de los organismos de inteligencia policial en nuestro país.
    Así las cosas. El ejército y la marina armada acatan las instrucciones del presidente en turno conforme a su deber constitucional aunque no quede bien claro el marco legal de la ejecución de esas órdenes. En un proceso largo, complejo y doloroso, nuestras fuerzas armadas se adaptan a nuevas condiciones para desempeñar su papel en el Estado mexicano; los errores, las imprecisiones, la incapacidad, las resistencias… todas ellas, tienen un costo político que, lamentablemente, seguirán pagando por mucho tiempo.
    Ello porque dichas fuerzas armadas, al igual que las múltiples policías mexicanas, están formadas en una cultura política represiva, antidemocrática, opaca y con una relación complejamente torcida con el estado de derecho y las élites políticas a las cuales responden. Sus mandos medios y superiores son hijos, en todos los sentidos de la palabra, de esa misma cultura política y muchos de ellos garantizarán que sus arbitrariedades y abusos continúen hasta su retiro en el transcurso de las próximas tres décadas, cuando menos.
    Por muy justificados o bien intencionados que parezcan, los apoyos a los efectivos del ejército recluidos tras las investigaciones forzadas por la presión internacional, algunos expresados abiertamente en redes sociales, son una muestra fehaciente del largo camino que aún queda por recorrer: independientemente de las simpatías que generen los efectivos que exponen su vida ante los criminales y su disciplina ante sus mandos superiores, no podemos olvidar que ellos son parte de las instituciones que deben garantizar los derechos expresados en la Constitución, que debe ampararnos a todos y ellos han jurado defender, con su vida si es necesario.
    Es información oficial la consignación de un sargento y tres soldados rasos en el caso Tlatlaya pero, aunque versiones periodísticas hablaban de un capitán y un coronel implicados, aún no se consigna a ningún oficial. Y ésta es la clave del caso, en la estricta disciplina y jerarquía del ejército son los oficiales quienes son responsables de la tropa y muy difícilmente habrá sucedido algo como lo referido sin su conocimiento.
    Ahora bien, lo más interesante e importante del asunto es que, dentro de estas generaciones militares formadas en esta cultura política, están los cuadros que impulsan y dirigen una posible transición democrática en esas instituciones. Independientemente de su edad y rango actual, una nueva generación de militares y policías empuja desde dentro un cambio generacional, un reformulamiento del compromiso castrense y policial ante la sociedad que debe proteger. Esperemos que no tarden en ser la tendencia general en esas instituciones.
    El ejército es una espada, no un bisturí, parece ser la lección de estos peligrosos años en que ha ejecutado labores policiales. Podemos y debemos criticarle cualquier exceso que cometan en tiempo pasado, presente y futuro pues la importancia de su labor así lo exige.
    Por lo pronto, sus oficiales, únicos efectivos que reciben un espadín cuando se gradúan, deberán recibir mayor atención de nuestra parte. Su formación es crucial para el éxito de esta transición democrática mexicana aún no consolidada y con serios riesgos de retroceso autoritario.

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