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    Mar Levet

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    El ser humano, desde que inició la industria, ha inventado máquinas. Esos inventos siempre (o por lo general) imitan una función de la naturaleza.
    Por ejemplo, el que inventó el avión, que a mi parecer vendría siendo Leonardo Da Vinci, ya que Clément Ader, los hermanos, Wilbur y Orville Wright, Gustave Whitehead, Richard apearse, Traian Vuia y, claro, el ingeniero Howard Hughes, sólo perfeccionaron el descubrimiento de Leonardo.


    ¿Y qué imitaba el avión? Pues, al vuelo de las aves.
    También está la bombilla que inventó Nikola Tesla (y de la cual Alba Edison se apropió del crédito para hacer dinero al querer vender lámparas desechables cuando originalmente la bombilla incandescente nunca deja de brillar), que imita a nuestra estrella preferida, el sol. Y la cual es la evolución del fuego.
    Pues bien, la máquina definitiva que imita, ni más ni menos que al cerebro humano, es la computadora.
    Para que una computadora funcione, se necesita de un algoritmo que
    esta aclamada sofisticación de la tecnología va a seguir al pie de la letra. La programación es el medio que se utiliza para hacer funcional este algoritmo.
    Y el medio principal de la programación son las palabras. Las palabras clave son fundamentales para el conocimiento de esta práctica… Palabras como las que usamos para pensar y construir las ideas que van forjando nuestra personalidad a lo largo de nuestra vida y madurez.
    Es a lo que quería llegar para hacer ecuánime al título de este escrito…
    Si una computadora puede resolver una ecuación matemática por medio de una lista de indicaciones y opciones limitadas, y puede activar una bomba nuclear para que estalle, imagina lo que el cerebro humano (y tal vez el animal) puede lograr cuando nuestras opciones son infinitas.
    No es que tengamos superpoderes (aunque así pareciera a veces), pero si una madre está viendo que su bebé está gateando hacia un acantilado y se queda ahí observándolo mientras piensa preocupada que se va a caer, pues lo más probable tendría que ser que así suceda.
    Por otro lado, si hace algo al respecto, por supuesto que el niño se va a salvar.
    Pensé en un concepto catastrófico, aunque pasa en las situaciones más cotidianas, como llegar tarde a alguna reunión importante, la preocupación del “qué dirán”, las sensaciones de ansiedad como la falta de aire (que muchas veces es psicosomática, es decir, imaginaria), los mismos accidentes automovilísticos y así, la lista no termina.
    Al final, tenemos siempre el elemento de la respiración y a nuestro corazón latente para aterrizar esas sensaciones que muchas veces ni siquiera son nuestras sino un contagio de alguien más.
    Sólo sería siempre mejor recordar que la preocupación es más peligrosa que fumarse un cigarrillo y es una pérdida de tiempo y de energía, como fumarse un cigarrillo.

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