Jorge Arturo Rodríguez
Tierra de Babel
“México está perdiendo todo, empezando por su identidad”, me comenta un amigo, quien agrega: “Y lo peor es que no hacemos nada, somos muchos los quejosos pero pocos los que se indignan realmente en pensamiento, palabra, obra y omisión”. Se carcajea mi amigo y, entre broma y broma, me pregunta por el número de cubanos que desertaron en los Juegos Centroamericanos y del Caribe 2014, y se contesta él mismo: “Los que hayan sido, ¿Por qué desertaron? ¿Por qué abandonar su país? Hay muchas razones, pero a veces a mí me da por abandonar, por mandar a la chingada a mi país, este país que huele a fosa”. Vuelve a carcajearse y cita a Emerso: “Abandonar puede tener justificación; abandonarse, no la tiene jamás”. Le digo: “Ahí está, amigo, la solución de México, no hay que abandonarse, hay que seguir luchando, porque como dijo Napoleón Bonaparte: “Abandonarse al dolor sin resistir, suicidarse para sustraerse de él, es abandonar el campo de batalla sin haber luchado”.
Cosas que tiene la vida. Es tan corto el amor y tan largo el olvido, escribiera Pablo Neruda. Y eso, precisamente, hay que evitar: el olvido. Milan Kundera dijo que la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido. Y mi tocayo Arthur Miller decía que el paso del tiempo condena al olvido la memoria de un país. ¡Ay, güey!
Aquí nos tocó vivir. Por eso no hay que olvidar. Todos somos México y hay que luchar. Williams Deer escribió “El loco”: “Lo recluyeron en el manicomio, no sin antes golpearlo inhumanamente. Gritaba, desesperado, que al mundo le faltaba libertad y amor”.
Y pa’ no olvidar, a propósito de Ayotzinapa, en el relato ficción “¿Así fue?”, de Diego Latorre López, leo (ojalá lo lean completo en Confabulario No.77, de El Universal, 23 de noviembre de 2014): “Me asusté mucho y teniendo el teléfono de Sebastián en la mano, mi viejo contestó. Oyó la balacera, me dijo sácate de allí. Se cortó la llamada. Caí al piso del camión sin querer, empujado por una fuerza de fuera y empecé a sangrar. Me reventaron el cachete de un balazo y seguía vivo. Salté del camión por la ventana contraria a donde estaba. Azoté en el pavimento y me arrastré para meterme por debajo del camión. A Julio César lo estaban machacando. Sus gritos era lo único que yo oía. Se ensañaron con él y aunque suplicaba, los malditos lo hicieron sufrir. Lo pelaron vivo como una mandarina, mientras le gritaban que así de pinche feo no lo iba a reconocer ni su puta madre. Pero Julio Cesar los miró, todo desollado y con desprecio les clavó los ojos para que supieran que esa cara humana desangrante, sin piel, los iba a mirar siempre, los seguiría siempre a dónde fueran. Por eso uno le dijo a otro, -quítale los ojos para que ya no nos mire-; y así sin ojos todavía tuvo la fuerza, Julio, para mandarlos al diablo, hasta que un bala le partió el cráneo en dos”.
De cinismo y anexas
Pilar del Río, en entrevista con motivo de la presentación del libro Alabardas, de José Saramago, dice que para el escritor “la violencia le parecía que era la vejación última de lo que entendemos por humanidad, es decir, el ser humano se distingue porque usa la razón, y la violencia es no usarla, es un instinto depredador enfermizo. La violencia es una enfermedad de la sociedad. Eso es el Alabardas, de Saramago: que la violencia no se puede producir en la sociedad y en los estados si no hay connivencia de los ciudadanos.”
Por lo pronto, ahí se ven.
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