Cecilia Muñoz Mora
Polisemia
“Hace poco estaba caminando por la vereda con mi hermana mayor y cruzamos una esquina, estaba en rojo, dos tipos nos gritaban cosas y uno me dijo ‘¿sabes cómo te sacaría la virginidad?’. Ni lo miré, pero la gente sí, nadie dijo nada y me sentí horrible”, anónima, 18 años, Argentina.
¿Se imagina que un completo desconocido se le acerque y de la nada le informe que está pensando en cómo quitarle la virginidad? ¿O que tiene 10 años y que un extraño se le acerque con el pene de fuera y le invite a pasar a su coche? ¿O tener 15 años, ir hacia la escuela y escuchar en el trayecto opiniones acerca de su cuerpo y lo que le meterían en él?
Si es mujer, seguramente sabe de lo que hablo. Y si es hombre, probablemente haya escuchado de esto o visto directamente alguna escena similar. O quizás crea que estoy loca y que soy una exagerada, como los chicos de 20 años a los que les pedí respeto o el señor de 60 que después de casi lamerme la oreja me dijo que debería sentirme agradecida porque él me encontrara bonita. O tal vez se haya fijado en que el testimonio del primer párrafo es argentino y haya caído en el error de pensar que aquí no pasa eso, o pasa menos.
Pero el hecho es que el acoso —porque eso es— callejero es una realidad aquí y en todo el mundo. Tan es así que en Argentina existe Acción Respeto: por una calle libre de violencia; en Perú, Paremos el acoso callejero; en España, Cazador cazado; en Chile, el Observatorio Contra el Acoso Callejero; y en 25 países del mundo, Hollaback. Todas, iniciativas que buscan visibilizar la violencia verbal, simbólica y a veces hasta física que las mujeres, sea cual sea su condición social y edad, sufren por el mero hecho de transitar por el espacio público.
Caminar en paz, si me permite la confesión, se ha vuelto para mí casi una ilusión. Vivo a la defensiva, pensando que el siguiente taxi que pase empezará a seguirme durante cuadras gritándome comentarios sobre mi cuerpo; cuando voy al trabajo, ruego que los albañiles que están construyendo junto no estén en la acera, porque no deseo ni sentir sus miradas ni escuchar sus opiniones; me tenso cuando veo un camión de basura municipal, una camioneta de CMAS, o cuando un hombre camina hacia mí y no aparta la mirada.
Y quizás me diga que no es “para tanto”. Pero debe serlo cuando en diversos países del mundo las mujeres no solo empiezan a levantar la voz en contra de esto, sino que también se legisla al respecto. Este es el caso de Perú, cuyo Congreso aprobó el pasado 4 de marzo la Ley para prevenir y sancionar el acoso sexual en espacios públicos, con 76 votos a favor, ninguno en contra y dos abstenciones.
Cabe aclarar, antes de que los ánimos se exacerben, que dicha ley, en contra de lo que podría pensarse, no solo protege a las mujeres, sino también a los varones, quienes —como retrata Gaytán Sánchez en su libro Del piropo al desencanto— también sufren acoso, aunque si éste es efectuado por una mujer hay menos probabilidades de que lo califiquen como tal…
La nueva ley considerará como elementos configurantes del acoso la connotación sexual que la expresión o acto del agresor represente y el rechazo expreso a dicho acto por parte de la víctima, a menos que ésta sea menor de edad o que por las circunstancias del acoso le resulte imposible o difícil expresar dicho rechazo: varios agresores, inseguridad de la zona o soledad en ésta… o bien, en una palabra: temor.
Sin embargo, lo más importante de esta ley es que contempla la necesidad de acabar de raíz con este problema. No cae en la ilusión de que unas multas acabarán con la costumbre del acoso, sino que estipula la necesidad de hablar de esto en la sociedad, desde las escuelas hasta los sistemas jurídicos y de salud, así como de establecer un departamento de denuncias al interior de la Policía que permitirá llevar un registro oficial y de anunciar en el interior del transporte público que quien acose podrá ser sancionado.
La Ley tan solo necesita la promulgación oficial del presidente Ollanta Humala para empezar a funcionar. Esperemos que no se quede en el mero papel, sino que verdaderamente provoque un cambio en la República del Perú y que otros gobiernos tomen su ejemplo. Digamos, quizás el nuestro. ¿Se imagina?
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