A mis talleristas de la Quinta de las Rosas
Armando Ortiz
El Hijo Pródigo
“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…”.
El anterior es el último párrafo de la novela Memorias de Adriano que durante más de un año estuvimos leyendo en el taller “Libertad bajo palabra” de la Quinta de las rosas. Más de un año de estar abrevando de esa fuente de conocimiento que nos nutrió y nos enriqueció con el pensamiento de uno de los emperadores más esplendorosos de la Roma antigua. Si bien es cierto, la escritora belga Marguerite Yourcenar fue quien recreó la vida del emperador Adriano, esta última frase fue escrita directamente por él, en la época que la vida se alejaba de su persona: “Animula, vagula, blandula / Hospes comesque corporis / Quae nunc abibis in loca / Pallidula, rigida, nudula, / Nec, ut soles, dabis iocos…”.
Terminar la lectura de una novela nos da un momento de prolongada satisfacción, pero al mismo tiempo evoca en nosotros un deseo de continuación; dubitativo instante en el que debemos decidir qué siguiente libro tomar de esa extensa biblioteca borgiana, en donde todo lo que pudiera ser escrito ya está escrito.
Por esos días nos enteramos de la enfermedad de Gabriel García Márquez. Al parecer García Márquez padecía demencia senil. Julio Scherer, en una nota publicada en Proceso, habla sobre la dificultad de su amigo para escribir su nombre en la dedicatoria de uno de sus libros:
“—¿Cuál es tu apellido? —me preguntó.
—“Scherer”, Gabriel, “Scherer García”.
García Márquez se enredó con las letras germánicas del pronombre.
Volvió a preguntar:
—¿Cómo?
Ahora fue Mónica la que deletreó los siete vocablos de mi apellido paterno.
García Márquez no acertaba con el nombre. Yo no sabía qué hacer. Mónica se apartó unos minutos y regresó con un papel largo y estrecho. En él había escrito en caracteres separados las siete letras germánicas”.
Ese pasaje me recordó el momento en que José Arcadio Buendía, el fundador de Macondo, se queda atrapado en el sueño de los cuartos infinitos. Relaté a mis talleristas ese pasaje de la novela Cien años de soledad, les fascinó ese ejercicio de imaginación del escritor colombiano y fue entonces que decidimos, en homenaje a García Márquez, leer en el taller la novela Cien años de soledad.
Durante más de año y medio en el taller de la Quinta de las rosas nos dimos a la tarea de dar lectura a esta novela monumental. Sabíamos de las complejidades de esta empresa. Ya habíamos leído antes otras novelas, El Gatopardo de Lampedusa, Sostiene Pereira de Tabucchi, Los santos inocentes de Miguel Delibes, Seda de Baricco y en algún momento leímos una selección de pasajes de El quijote de la Mancha. Memorias de Adriano había sido, hasta ese momento, la novela más larga que habíamos leído, claro que estábamos listos para Cien años de soledad.
Si bien la lectura desde sus inicios nos fascinó con sus piedras como huevos prehistóricos, con la fundación de Macondo, con el invento del imán con que se presenta el gitano Melquiades, la peste del insomnio y los pescaditos de oro de José Arcadio Buendía, también es justo reconocer que hay momentos de tedio que nos obligaron a apresurar la lectura. La novela no es perfecta, como toda gran novela no debe serla. Por instantes nos pareció que la novela estaba sobrevalorada, pero de repente, escondidos en los rincones de las páginas, estaban esos pasajes deslumbrantes que nos hacían recuperar ese realismo mágico que abunda en la novela.
En el proceso de lectura murió García Márquez. Si bien en el taller le rendimos un homenaje a su memoria, el mejor homenaje que podíamos hacerle fue estar leyendo su obra.
Esta semana, después de varias sesiones de lectura, 30 minutos cada jueves por la tarde, estamos a punto del final. El último José Arcadio fue asesinado por los efebos con los que se metía desnudo en una piscina, todo por robarle el oro que alguna vez Úrsula enterrara en los patios de la casa; el último de los Aurelianos está empecinado en descubrir lo que dicen los manuscritos en sánscrito del gitano Melquiades. Cien años han pasado desde la fundación de Macondo, la soledad ha ido consumiendo a cada uno de los Buendía, la soledad, que es como la sombra de la muerte que acompaña (válgase el oxímoron) en sus últimos momentos a esta estirpe maldita.
No fue fácil. La mayoría de las personas dicen haber leído esta novela porque se saben la canción de Óscar Chávez. Saben de Macondo y de Úrsula, saben de Aureliano Buendía y de las mariposas amarillas que persiguen a Mauricio Babilonia; saben de Remedios y de José Arcadio. Pero hay muchos pasajes que ellos desconocen, pasajes que dan fe de la genialidad de este autor colombiano. Nunca podré olvidar el momento de la ascensión de Remedios la bella; cómo borrar de mi recuerdo el rostro macerado por el olvido de Rebeca, o el signo de muerte de los 17 Aurelianos. Cómo olvidar la postergada muerte del coronel Aureliano Buendía, quien en sus últimos momentos ya no recordó el hielo, porque lo distrajeron unos payasos haciendo maromas en un desfile. “Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo”. Cómo olvidar la muerte de la empequeñecida Úrsula Iguarán, la matriarca, que murió en Jueves Santo, como también murió en ese día el autor Gabriel García Márquez.
Llegar al final de esta novela es un gran logro, un triunfo de la dedicación y es por ello que lo vamos a celebrar. El día jueves vamos a leer los últimos párrafos de esta novela, auxiliados por algunos amigos que nos acompañarán. Vamos comentar también con mis talleristas, los adultos mayores de la Quinta de las rosas, los pasajes más memorables de esta novela. Después, nos miraremos a los ojos y nos haremos la misma pregunta: “¿Qué novela sigue?”.
aortiz52@hotmail.com
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