Armando Ortiz
El Hijo Pródigo
A Rosaura Beristáin
In memoriam
(A manera de explicación)
Hace algunos años escribí un cuento dedicado a una niña que estuvo conmigo en la escuela primaria. En el cuento, el personaje muere, por lo que me urgía saber, antes de publicar el cuento, si la persona en que se basaba mi historia se encontraba bien de salud. Pasó mucho tiempo hasta que supe de ella. Mi hermano Rubén me dijo que la había encontrado. Por una especie de estupor literario tardé todavía un año antes de entrevistarme con ella. El encuentro se dio en una reunión de excompañeros de primaria. Ahí la vi, no era la niña de mi cuento, por supuesto yo tampoco era el niño que ella ni siquiera recordaba. Sin embargo, conforme platicamos, fui reconociendo en ella los gestos de esa niña linda que se había quedado en el tiempo. Le dije que estuve muchos años buscándola, que me daba gusto saber que se encontraba bien.
El relato está incluido en un volumen de cuentos titulado Todos estamos muertos, libro que empecé a escribir hace más de diez años y que no había querido terminar. Mi hermano Rubén esperó con ansias ese nuevo libro, pero murió hace dos años sin verlo publicado; entonces me pareció que ya no corría prisa.
Este jueves por la mañana, mientras transmitía mi participación en el programa La Revista de Radio UV, recibí un mensaje en el que me anunciaban de la muerte de Rosaura, la persona en las que se basa mi cuento. Algo se dislocó en mi entendimiento. Apenas la semana pasada Rosaura se reunió en el café con algunos amigos de la primaria; Rosaura se fue sin ver publicado en el libro el cuento que le dedicara.
Decidido a terminar el libro, y como un homenaje a Rosaura, publico el cuento en cuestión, esperando que este sea el primer paso para cerrar el ciclo de un libro que en el título lleva la fatalidad: Todos estamos muertos.
Rosaura en la brevedad
Mi contacto con la muerte siempre ha sido accidental, despreocupado, a veces insano. Cuando niño en ocasiones, viajando por carretera, al paso de algún accidente, solía asomarme por la ventanilla del auto, curioso como cualquier infante para contemplar la dimensión del percance. Mi padre, hombre precavido, siempre me pedía que no mirara, que cerrara los ojos. Por supuesto yo entendía eso como una contraorden y con tal de no perder un sólo detalle, pegaba mis ojos a la ventanilla y los abría lo más posible tratando de robarle a la oscuridad la imagen del muerto. Éste por lo regular se encontraba tirado en el asfalto, cubierto completamente por una sábana blanca, mientras todo mundo, olvidado de él, olvidándolo a él, realizaba las negociaciones de sus restos, lo tramitaban sin consultarlo al sepulcro.
Después pasé a los muertos de la televisión, que siempre supe no morían; a menos que fueran los de algún noticiero que terminaban en frías estadísticas; números que se marcan en los libros de registro con plumón rojo. Incluso, cuando supe del fallecimiento de un primo que murió apenas cumplidos los ocho años, la muerte no me importó. Y cómo me iba a importar, si justo cuando murió, en lo único que pensaba era en Rosaura.
Estaba terminando de cursar el sexto año de primaria y a unos días de cerrar ese ciclo me percaté de ella. Esta tarde me puse a buscar en mis archivos unas fotos de cuando niño y en todas encontré a Rosaura. Quedé extrañado de no haberle prestado atención mucho antes. Era pequeña y delgada. Su pelo le iniciaba en la frente con unos rizos dorados que estorbaban su visión. En casi todas las fotos que tengo está feliz. Sus dos incisivos centrales sobresalen en su sonrisa y la hacen ver al mismo tiempo más niña, más linda. Creo recordar el tono de su voz, seguramente sólo lo imagino, pero debió ser dulce y suave. Ella vivía a dos cuadras de la escuela, en una casa que hacía esquina con la calle que conduce al mercado San José. Rosaura tenía una prima que vivía a pocos metros de su casa. Frente hay un parque de columpios y resbaladilla que hasta la fecha, cuando me dirijo al trabajo, contemplo. Por más que intento recordar, no logró conseguir más que su imagen, la misma de las fotos, y esa sonrisa, cosa que me debiera bastar, pero no me siento satisfecho. Seis años de cursar con ella la escuela primaria y no recordar un sólo diálogo, cualquier breve conversación, lo más trivial, ingenuo, tonto; casi nada.
Por esos años conocí a mi primer ahogado. Mi hermana fue la última que lo vio vivo. Dice que el hombre estaba recargado en la orilla del puente. Después nos enteramos que estaba borracho y que en un traspié se cayó a las aguas del lago. Ella pegó el grito de su vida. Como nadie entendía lo que le pasaba todo mundo le buscaba en los brazos y en el cuello el piquete de algún bicho; harto se tardaron en comprender que el alboroto era porque un hombre había caído al agua. Rápido salieron mi padre, mi madre y mi tío a buscar al hombre en el agua, pero ya no vieron nada; bueno sí, burbujas de aire que debieron ser las últimas palabras intraducibles que se reventaban en la superficie del lago sin originar sonido alguno. Más tarde llegaron los rescatistas, que después de buscar en vano por más de dos horas empezaron a creer que todo había sido una mentira de mi hermana, quien, acosada por las preguntas, ladina como era, sólo respondía lo que se le antojaba: “y si me quieren creer, allá ustedes, yo vi cuando se cayó y no me interesa que lo saquen, ¿para qué?, ya debe de estar muerto”.
El método que utilizaron los rescatistas fue bastante primitivo. Uno se piensa que estos son héroes que se visten de buzo y bajan a la profundidad con lámparas para encontrar el cadáver, pero no. Se pasaron todo el tiempo lanzando al azar, más o menos por el lugar en donde mis padres habían visto las burbujas, un garfio de hierro oxidado.
Después de casi tres horas el garfio dio con él. Lo sintieron pesado, seguro por toda el agua que se le metió al cuerpo, y tuvieron que jalarlo entre varios. Cuando salió a flote, todos los curiosos que nos hallábamos lanzamos un ¡ah! de expectación. El garfio lo halló por la parte baja del mentón, le atravesó la garganta, y como si fuera una res en canal lo levantaron entre cuatro para arrojarlo en el piso de la lancha. Fue un espectáculo inolvidable.
Entonces Rosaura tendría doce años, era, por un año, mayor que yo. Si era lista o no, lo olvidé. A veces pienso que los recuerdos son como las plantas, hay que estarlos regando constantemente para que no se marchiten en el olvido. Así me pasó con Rosaura, cuyo recuerdo lo encontré como a una flor seca guardada en algún libro de poemas que abrí por descuido ayer en la mañana.
Cuando me percate de su presencia nos encontrábamos en el salón de clases, en uno de los tantos días de fiesta que tuvimos por el fin de cursos. Un amigo que tocaba la guitarra improvisó algunas melodías y haciéndole segunda entonamos canciones románticas que hoy me parecen bastante cursis. Era lo apropiado, sin saberlo queríamos quedar con la impresión de que fuimos grandes compañeros, amigos; con la impresión de haber sido felices esos seis años, que por ser tan tempranos se nos deshielan pronto del recuerdo. Pero algo quedó de esa tarde. Ella cerca de mí, yo sentado en el escritorio, todos niños, inocentes; eran otros tiempos. Curiosamente de lo que más me acuerdo en esa tarde es de la canción.
Dice mi madre que mi primo se murió de una enfermedad en los pulmones, hasta ahí su versión. Mi hermana, que estuvo en la sala de hospital donde lo atendían, dijo que de pronto se le cuajo el aire en las narices, porque por más que jalaba no podía respirar. Mi primo se murió ahogado. Muchos años lo soñé, eso no se lo dije a nadie, lo soñé bajo el agua, respirando feliz. Igual pensé que si mi primo no podía respirar el aire, era porque a lo mejor tenía que respirar agua como los peces. Es absurdo, por eso no se lo dije a nadie.
Lo enterraron en una caja chica, blanca, bien fea. Porque entonces me parecía que la gente, y mi primo lo era, debía morir en caja negra para combinar con la muerte. Una buena tunda me gané por andar fastidiando con eso. Luego mi hermana lo complicó todo con su insistencia de que viera al muerto, de que si no lo veía era un marica, que si me daba miedo. Total, que voy y que me asomo. Para mi sorpresa, el muerto no se parecía a mi primo. Se parecía más a un angelito. Yo los conocía. En la iglesia había muchos de ellos colgando de las paredes, a los pies de la Santísima Trinidad, y en un cuadro, que todavía conservo, están enmarcando mi rostro, sonrientes. Él se parecía a un angelito, porque le habían pintado chapas, y para despistar lo pálido que debió haber quedado con eso de que no podía respirar, también le pintaron los labios de rojo. Por eso, por estar embelesado, intrigado por saber si ya le habían salido alas, que me cuelgo de la caja y por poco se me viene el muerto encima. ¡La que se armó! Esa noche recibí dos buenas tundas.
Me parece ocioso anotar la letra de la canción que escuchamos el último día de la escuela primaria, pero debiera hacerlo, porque ese fraseo marcó el ritmo de mi relación con Rosaura. Apenas iniciada la melodía dirigí mi vista a ella, y me asombró descubrir que me miraba. No quise retirar de ella la mirada porque acababa de reconocerla y tal vez las mismas preguntas que me hice al inicio de este texto, me las hice en ese momento: ¿Dónde había estado oculto ese rostro durante tanto tiempo? ¿Por qué no me había percatado de ella antes? Tampoco se turbó, ni retiró su mirada de la mía. Nuestras manos estaban posadas en el escritorio y como si hubieran cobrado vida propia se tocaron sin que nos diéramos cuenta. El contacto fue fugaz, algo de exquisito habrá tenido, porque entonces estalló una sonrisa en su rostro que me salpicó la cara. La canción duró muy poco, de eso estoy seguro, porque al finalizar terminó mi relación con ella. No sé si nos despedimos. Sólo sé, que nunca más volví a ver a Rosaura.
Ayer al leer el periódico me llamó la atención una noticia, de esas que se dan en Semana Santa. Una mujer y sus dos hijos habían muerto ahogados en una playa de Veracruz. Me llamó la atención la nota porque se hablaba de la playa en la que precisamente había estado los dos días anteriores. Una de las víctimas se llamaba Rosaura, tenía treinta y tres años. Una foto de ella aparecía publicada y me pareció reconocer en ese rostro un pedazo de mi pasado. Inquieto, de inmediato me puse en contacto con Víctor Hugo, uno de los pocos compañeros de la Primaria con los que todavía tengo trato. Le pregunté si reconocía a la mujer de la foto en el periódico. Me dijo que no, pero que se iba a comunicar con otra compañera, y esta a su vez se comunicó con otra y al final alguien habló con la prima de Rosaura que sigue viviendo en la misma casa de hace veinte años.
Hará pocas horas que sonó el teléfono. La postergación de la intriga me tenía verdaderamente tenso. Había revuelto mi cajón de fotos en donde encontré las de Rosaura. Pensé, apenas me verificaran su identidad, ir a dar las condolencias a la familia. Ya tenía mi traje negro listo en el clóset. La llamada era de Víctor Hugo, me dijo el nombre de la cantidad de personas implicadas en la averiguación y me turbó, pero alcancé a oír el final: No era Rosaura la que se había ahogado en esa playa, alguna homónima debió haber sido. Rápido me sentí aliviado. Pero el final de la noticia fue tan brutal como una estocada en la cerviz. No era Rosaura porque ella había muerto mucho tiempo atrás, en la ciudad de México, en el terremoto del 85, a la edad de 18 años.
Ahora sé que es inútil pensar en lo inevitable, pero a veces no lo puedo remediar. Me resulta difícil reconocerlo, pero sin querer me quedó la sensación de quizás haber preferido que la ahogada fuese ella. Vuelvo a las fotos y la contemplo niña. Todavía me parece que escucho esa canción que entonaba en mi infancia, mientras Rosaura me miraba en la brevedad.
aortiz52@hotmail.com
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