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    Fernando Vázquez Chagoya

    Pablo Jair Ortega

    Columna sin nombre

    El profesor Danilo Valenzuela (+), director de la escuela Justo Sierra, nos había recomendado a Armando Preciado y a un servidor que buscáramos a René Reséndiz, alias “El Abuelo”. ¿El motivo? La inquietud por tener espacios donde escribir y llevar una orientación literaria en un pueblo donde lo más que se memoriza de lectura, es el Contrato Colectivo de Trabajo del sindicato petrolero.

    Llegamos entonces a la Casa de Cultura de Minatitlán, un miércoles por la noche, donde se reunía un grupo de amigos a compartir textos y a hablar del mundo de las letras. Si no mal recuerdo, en esa primera reunión estuvieron presentes el desaparecido periodista Blandelino Alor Alor, la maestra Lucina Facundo, el escritor Luis Chávez Fócil, el arquitecto Fernando Vázquez Chagoya y otros personajes que me apena no poder recordar. Don René se excusó y lo encontramos posteriormente en su casa, donde nos recibía con la puertas abiertas y nos acabábamos sus cigarros Alitas.

    Cuando nos preguntaron el motivo de nuestra presencia, dijimos que veníamos a conocer al “Abuelo”, que nos gustaba escribir y que queríamos aprender. Entonces supimos que el grupo se llamaba “Café Literario” y estaba conformado por intelectuales de la región, aunque no sabíamos ni qué chingaos significaba la palabra “intelectual”.

    Por suerte, por recomendación o porque inspirábamos ternura, pero ese grupo nos aceptó en sus filas, y desde entonces cada miércoles íbamos religiosamente a las sesiones de “Café Literario”. Allí nos codeamos con gente letrada y culta, a quienes leíamos nuestros intentos de poemas y cuentos. En su mayor auge, “Café Literario” llegó a recibir a Sergio Pitol y a Luis Arturo Ramos, con quienes hubo charlas en corto (y este zopenco se perdió).

    El alma de “Café Literario”, en ese entonces, se resume en dos personas: Blandelino Alor Alor y Fernando Vázquez Chagoya, muy amigos, casi hermanos. Hoy juntos otra vez en alguna cantina celestial.

    Blandelino, como coordinador, era quien convocaba a las reuniones de los miércoles, que a veces cambiaba de sede y se realizaba en casas de los integrantes del grupo. Inevitablemente, la mayoría de las veces esos miércoles se transformaban en tertulias y posteriormente en noches de bohemia, que a un par de mozalbetes les encantaban porque mamaban cerveza gratis y podían presumir de llegar “crudos” a clases porque habían estado tomando con gente mayor que ellos. Que ya eran niños grandes que se codeaban con puro caca grande: abogados, arquitectos, ingenieros, músicos, escritores, profesores, etc.

    Quien siempre metía el desorden, invariablemente, era el arquitecto. Amante de la vida, contador de chistes profesional, cotorreador de medio mundo; era ese personaje el cual se presentaba para contagiar optimismo y buen humor, especialmente porque en esa época, el adolescente de ese entonces y escribe esto, pasaba por momentos de depresión muy al estilo Kurt Cobain.

    El “Arqui” fue, en lo personal, un refugio al cual se acudía a pedirle consejos y para orientación en la vida. Visitarlo en su despacho era todo un agasajo, no sólo por la gran cantidad de curiosidades que tenía a la vista como fotografías, obras de arte pintadas por él mismo, un palo de lluvia enorme, la media taza de café para el jefe que siempre jode con que nomás quiere “media taza de café”, el poster de Marilyn Monroe o la fotografía original donde se comprobaba que esta no era rubia natural.

    Con el tiempo te dabas cuenta que el “Arqui” era tan buen amigo de Minatitlán, que todos pasábamos a lo mismo: a platicar con él, a escucharlo contar anécdotas (muchas muy divertidas); que en esa banca frente a su escritorio, podías encontrarte a mucha gente visitándolo, preguntándole cosas, pidiéndole consulta; que ahí pasaban periodistas, políticos, artistas, abogados, intelectuales, de todo.

    Y es que Don César, el entrañable patrón, siempre reconoció una cosa: “El más inteligente de mis hermanos es Fernando”.

    –Debe ser porque el Arqui es Acuario y los acuarianos así somos– le respondía en son de broma.

    Pero sí, el arquitecto era un ser brillante. Tenía una capacidad y sentido común que le permitían apreciar la vida de una manera muy sencilla; además, fiel al estilo de los Vázquez Chagoya, nunca dejó de tener alma de joven. Hasta sus últimos días, todavía echaba desmadre por Whatsapp con sus sobrinos, así, como cualquier impúber.

    Todavía recuerdo que en una de esas guarapetas, en el desaparecido bar Jaripeos, el arquitecto demostraba lo que era ser cabrón (“porque el chaparrito es cabrón”, como lo catalogó alguna vez Armando). En esa ocasión, ya entrada la madrugada y con la mesa llena de cervezas, llegó un parroquiano a querer enfrentarse con el arquitecto así nada más porque le caía mal. Preciado y un servidor ya estábamos con las botellas listas para sorrajárselas al estúpido borracho ese, pero comenzó la estridente música y el Arqui se lo jaló para platicar en privado: ahí le puso la regañiza de su vida o la terapia existencial más canija; quien sabe qué tanto le decía, pero al final el vato salió casi llorando, cabizbajo y ofreciéndole respetos al “Arqui”. Hasta al Armando y a mi nos fue a ofrecer disculpas por su comportamiento…

    –¿Qué le dijo, Arqui?– preguntamos sorprendidos.
    –Gajes de la cantina– y soltaba la carcajada.

    Y es que convivir con el arquitecto era un deleite. Pocos tuvimos esa oportunidad de poder convivir de manera tan cercana.

    Con el tiempo y las cuestiones de trabajo, tuvimos pocas ocasiones para poder ver al arquitecto más seguido. De hecho, debo reconocer que fue el primero que me ayudó a acercarme a los medios impresos. En ese entonces (no recuerdo el año exacto, la verdad) su hermano César era el director del diario “El Liberal”; al decirle que necesitaba trabajo no dudó en llamar a su hermano, pero éste era inabordable y sólo me recibió su secretaria para entregarle la solicitud de empleo y adiós.

    Luego de una experiencia por la televisora regional, nuevamente acudí a él para ver si conocía a alguien con quien podía trabajar, y ahí me recomendó con su hermano Renato, “El Conta”, entonces director del Semanario Sotavento en su primera etapa. Ahí aterrizamos y desde entonces seguimos ligados al periodismo. Era el año 2000.

    Fue por el “Arqui” que me acerqué a esa familia que me ha apoyado tanto (y estaré eternamente agradecido por todo). Fue por al “Arqui” que conocí tugurios y tuve consejos sobre cómo sobrellevar la vida, que en ese entonces se me hacía pésima, una miseria. Su inherente amor a la vida era contagioso.

    Es por eso que hoy duele verlo partir. Su ausencia inmediata pesa. Duele mucho, porque es de esos amigos entrañables que no volverás a encontrarte nunca en la vida.

    Adiós, Arqui. Te extrañaremos mucho. Salud.

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