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    Las mujeres que leen

    Cecilia Muñoz
    Polisemia
    Libro objeto o historia velada. Uno no sabe a qué se atiene cuando hojea por primera vez Las mujeres, que leen, son peligrosas, del alemán Stefan Bollman. Libro-objeto porque sus páginas devienen en colección privada o ala de museo con una temática que abraza a todas las técnicas, estilos y tiempos: la representación pictórica de las mujeres que leen. Historia velada porque Bollman no deja al lector solo ante la pintura. Él también da pincelazos, pero de historia, de contexto y de simbolismos.
    Sin embargo, deja para el lector la incógnita: ¿por qué las mujeres que leen son peligrosas? Aquí es donde Bollman juega: un título atrevido, apenas unos trozos de historia aquí y allá y más de 100 páginas de miradas femeninas y libros ante ellas. Miradas santas, pías, retadoras, pérdidas o directamente ocultas.
    Quizás para responder tengamos que remontarnos a hace un par de siglos, a los tiempos en que las primeras narraciones cobraron vida y la imagen de lo femenino en la literatura se forjó a partir de la visión de autores masculinos que, con mayor o menor conciencia, la configuraron como un “otro”, un ente aparte, misterioso, describible pero inescrutable. La mujer en las primeras narraciones, que han servido de base para las historias modernas, generalmente ocupó dos papeles: madre-santa o súcubo.
    Si el personaje masculino es usualmente activo representando los roles que, de acuerdo con la académica y escritora Lucía Guerra-Cunningham, simbolizan los ámbitos de la creación y el heroísmo, el personaje femenino resulta o en Remanso-Trofeo o Tentación-Perdición.
    Dada la imagen tradicional de la fémina en la literatura, resulta curioso que, sin embargo, ésta le fuera vedada continuamente a las mujeres que tenían la capacidad de leer, como bien nos cuenta Stefan Bollman en las páginas introductorias de su libro. Ejemplo de ello lo tenemos en el pedagogo y humanista español Juan Luis Vives que en 1523 advertía a padres y esposos de los peligros de dejar a sus esposas e hijas leer libremente: “Las mujeres no deben seguir su propio juicio, dado que tienen tan poco”.
    Tres siglos después, en 1856, aparecía en el mundo Madame Bovary, la historia de una infortunada casada que tras alimentarse de múltiples lecturas románticas encuentra su vida desagradable, aburrida, atada a un hombre con pocas aspiraciones y menos posibilidades de triunfar. Como el Quijote, Emma Bovary se convierte a sí misma en una heroína literaria, pero al contrario del primero, no llega a un final sosegado, sino dramático. Se suicida, acabada por las deudas después de haber fallado en su papel de madre y esposa. Así, desde su publicación, Madame Bovary ha servido como advertencia ante los peligros que la lectura podría desencadenar en las jovencitas: No nos volvemos locas persiguiendo ideales de justicia, solamente se nubla nuestro de por sí escaso juicio en pos de la autosatisfacción.
    Caso contrario podría ser el de Leona Vicario, heroína de la Independencia mexicana, a cuyas criadas que la habían acompañado en sus aventuras se les preguntó, en juicio, si su señora “era aficionada a leer novelas u obras de diversión o pasatiempo”. No olvidemos que doña Leona Vicario había sido ferviente proselitista de la causa Insurgente. Y para colmo, había desdeñado el compromiso que tenía con Octaviano Obregón –quien viajara a las Cortes de Cádiz como diputado- tras enamorarse de Andrés Quintana Roo, destacado insurgente. Estudiando brevemente la vida de doña Leona, podemos notar que su caso fue más quijotesco que bovarista, dadas sus inquietudes políticas y éticas, por mucho que sus contrarios la hayan acusado de participar en la causa de la Independencia sólo por seguir a su enamorado.
    No es de extrañar las sospechas que recaían en la actitud de Leona Vicario. Después de todo, aquellos días se caracterizaban por el auge de la novela romántica, donde según Galí Boadella “siempre tenemos emociones, llantos y amores apasionados y trágicos en los que las lectoras tenían la oportunidad de volcar sus propias ansias de un amor romántico”, razón por la cual “los autores suelen preocuparse por la afición de las mujeres a leer novelas. Estos temores son la prueba de que el bello sexo se identificaba con las heroínas que recorren las páginas de las novelas”. ¿Y cómo no hacerlo en un ambiente tan poco propicio a la individualidad y al desarrollo personal femenino?
    Quizás la verdadera razón por la cual se temió y se censuró a las mujeres que leían fue ésta que rescata Galí Boadella en Historias del bello sexo, testimonio de un autor frecuentemente preocupado por la influencia de la ficción en las jóvenes: “Los ‘romances’ alocan la imaginación, exaltan la imaginación, llevan a las lectoras a imitar a las heroínas; las lectoras empiezan a languidecer, a no querer cumplir con sus obligaciones domésticas”.
    El autor es Isidro Gondra y como Flaubert en Madame Bovary, hace hincapié en que la literatura puede llevar a la mujer a descuidar y hasta a salirse de su ambiente, lo privado y lo doméstico. Este temor tenía su base en la idea de que la intromisión del ángel del hogar en lo público podía desencadenar el rompimiento de la estructura familiar y por ende, de la estabilidad social. Este pensamiento sobrevivió, si no es que aún lo hace, durante mucho más tiempo, como lo demuestra la siguiente queja de Libby Masters, esposa del protagonista de Masters of Sex. Libby, presa de un matrimonio infeliz y de las apariencias propias de los años sesenta en Estados Unidos, arremete contra su marido cuando se entera de que su nueva amiga, Joy, se irá de su casa porque su vida en pareja le resulta asfixiante:

    Ferminidad

    Libby Masters no solamente sabe que su marido la engaña, sino que lo acepta con tanta naturalidad como acepta el hecho de que éste se haya casado con ella solamente porque parecía el paso indicado. Lo acepta como además ignora lo distante que es Bill Masters con ella, el hecho de que en años no la haya tocado ni por accidente y que no sepa acercarse a sus hijos. Por eso no resulta extraño que un libro como La Mística de la feminidad le haya llamado la atención, pero a la vez haya decidido dejarlo de lado. Para Libby, la lectura es la fuente de peligro, pero solo si se le toma demasiado en serio.
    Pero demos un salto de vuelta a este siglo y preguntémonos: ¿actualmente existen tantas limitantes para las mujeres que gustan de leer? Quizás podríamos decir que hemos alcanzado cierta igualdad general en ese tema y que ahora la lectura como actividad ha llegado a significar lo mismo para ambos géneros: ¡No hacer nada! Perder el tiempo. Realizar un pasatiempo aburrido, como jugar ajedrez o golf…
    Quizás, actualmente quienes leemos solemos ser más vistos como “ratas de biblioteca” que como peligrosamente estrafalarios o revolucionarios.
    Y aun así, es posible observar cierto entusiasmo por las mujeres que leen en la cultura popular y en las redes sociales. Observemos por ejemplo la siguiente imagen, ilustrativa al respecto:

    Meme

    Notemos que de acuerdo con el creador de este collage ―y con quienes lo compartieron― es incompatible para una mujer beber y salir de fiesta con leer (a Dan Brown, además). Repito: o somos Remanso-Trofeo o Tentación-Perdición. No importa que nosotras no seamos personajes, hemos de actuar como tales. Demos, además, una ojeada al pasado y sorprendámonos: Si antes la literatura representaba un peligro pues incitaba a la mujer a salirse de su ámbito, el privado, ahora es un ancla que la mantiene ahí. Pero eso sí, luciendo perfecta y sexy.
    A mi memoria vienen además los artículos Sal con una chica que lee y Sal con una chica que no lee, escritos por Rosemary Urquico y Charles Warnke, respectivamente. Ambos, frecuentemente compartidos en redes sociales y aplaudidos, recurren al estereotipo anterior para alabar a la mujer que lee (con la que el hipotético lector se casará y tendrá hijos de nombres raros que ella criará a base de lecturas) y denigrar a la que no lee, pues ésta es banal, superficial y vacía. Ninguno le dice a su lector objetivo que debería él mismo cultivar el hábito de la lectura y en ambos subyace la incomodidad ante la mujer que sale del hogar y que hace propio el espacio público.
    Y como si quisieran reafirmar el nuevo potencial de la literatura para mantener a las mujeres dentro de lo doméstico, no podemos olvidar a dos íconos de la cultura popular que curiosamente han resultado lectoras y que se han vuelto referentes de miles de adolescentes y adultas. Me refiero a Anastasia Steel (50 sombras de Gray) y Theresa de la serie After. Ambas son estudiantes de Literatura en distintos momentos de su vida, pues la primera acaba de terminar la carrera y la segunda, apenas la empieza. Ambas se enamoran de un hombre problemático que lo único que necesita es amor para ser salvado. Y ambas son criaturas inocentes y dóciles sin conocimiento alguno en el plano romántico-erótico y que son adoctrinadas en él por sus parejas. Anastasia, y perdón si le duele el spoiler, termina felizmente casada, con dos niños y con un esposo millonario reestablecido de su doloroso pasado gracias al amor. Y con éxito profesional, claro. Mencionado de pasada, pero mencionado al fin y al cabo, aunque evidentemente lo único que importe sea su finalmente alcanzada felicidad doméstica. Sobre Theresa no puedo asegurarlo, pero me atrevería a suponer que también acabará con su “feliz para siempre”, probablemente con un retoño en el vientre.
    Después de esta breve revisión histórica de las mujeres y su relación con la literatura, vuelvo a la pregunta: ¿Son peligrosas las mujeres que leen y por qué?
    Diré que sí. Pero con una salvedad: Cuando estas lecturas les han permitido producir pensamiento y cuestionar el propio y el ajeno. Solo de esta manera pueden ser peligrosas para la estructura tradicionalmente heteropatriarcal y para aquellos que se creen dueños intrínsecos de los espacios de movimiento y de diálogo, porque una mujer que lee, y aparte analiza y cuestiona, no se quedará callada, sino que preguntará y pondrá en jaque al autoritarismo, venga de quien venga.
    Y quién sabe, pero quizás en unos años hordas de mujeres que leen renegarán los estereotipos y mandatos de conducta y pasarán la tarde leyendo a Rosario Castellanos y la noche, tomándose una caguama. Quizás al final de la serie, Libby Masters decida que La Mística de la Feminidad no es un mal manual de instrucciones (aunque no lo sea) y haga las maletas. Y, sobre todo, quizás y ojalá en unos años sea necesario sacar otro volumen de Las mujeres, que leen, son peligrosas.

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