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    Vivimos un velorio masivo y la zozobra gana terreno

    José Luis Ortega Vidal
    Claroscuros

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    La frase: “en Veracruz no pasa nada” -integrada originalmente como un elemento retórico al discurso oficial en la entidad- se ha convertido en un argumento que raya en el oprobio al sentido común.
    De Pánuco hasta Las Choapas; desde la costa hasta la montaña; de los llanos a las zonas serranas, en Veracruz sí pasa algo: nuestra seguridad sigue en detrimento.

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    Al terrorífico escenario de grupos del crimen organizado que se destazan mutuamente a partir de la absurda guerra inventada por Felipe Calderón, Veracruz ha sumado temas como el feminicidio, la conversión del ejercicio periodístico en una profesión de suicidas y el secuestro como un pan nuestro de cada día.(3)
    La detención de una célula criminal que resultó ser la asesina de cuatro periodistas y una dama que trabajaba para un periódico, pretende convertirse en el mensaje justificador del trabajo estatal en materia de procuración de justicia.
    Más casual que producto de una investigación de inteligencia policial, la captura de los presuntos asesinos de tres decenas de personas, pretende convertirse en el estimulante “ya ven, estamos trabajando y aquí están las pruebas”.
    Sin embargo, esta detención semeja un mejoral ante la fiebre que padece Veracruz en materia de inseguridad y nos hereda una duda cruel: ¿aún prevalecen las condiciones y circunstancias para que se padezcan más decesos en el gremio reporteril?
    Más aún, la PGJ no ofrece detalles fundamentales en torno a esta historia que se presume como cerrada: ¿los periodistas asesinados habían ordenado matar a colegas? ¿cómo? ¿por qué? ¿dónde? ¿cuándo?

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    En el norte del estado un amigo -empresario en el ramo editorial- ha sido una victima más de este atroz escenario de violencia: de las amenazas, la delincuencia pasó a los hechos y lo secuestró; su vida pendió de un hilo y finalmente fue liberado tras el pago de un rescate.
    No es esa, sin embargo, la suerte que se corre día con día en la mayor parte del territorio estatal jarocho.
    El secuestro es el cáncer que la población –toda- vive en forma directa.
    En sus múltiples modalidades: exprés, de alto perfil, de chantaje a través de montajes, o de acciones rápidas con cantidades que van desde los 20, 30, 50, 100, 200 mil pesos o a cómo pueda responder la persona privada de su libertad, los secuestros son asunto cotidiano por todas partes.
    En el sur ser petrolero, comerciante, pequeño empresario, maestro o médico, es un pecado.
    Y ese pecado se paga con la pérdida del patrimonio o con la vida.

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    El ejército y la marina están haciendo lo que pueden.
    Esa es la realidad.
    Ubican bodegas de combustible robado a PEMEX, capturan a sicarios, atienden llamadas anónimas y detienen células del crimen organizado que entierran a sus víctimas en solares baldíos, en playas o simplemente las arrojan por cualquier camino.
    Gran labor la de las fuerzas armadas, pero insuficiente.

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    Las mujeres son un sector débil desde múltiples perspectivas.
    Historias de prostitutas asesinadas en zonas urbanas o junto a carreteras; jóvenes desaparecidas; muchachas explotadas sexualmente; amén de la tradicional violencia familiar, son noticias cotidianas.

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    A diferencia de las fuerzas armadas, los policías municipales y estatales conocen los caminos, las rutas de los delincuentes y tienen contacto directo con el pueblo.
    Mientras no exista una coordinación eficaz entre el ejército, la marina, la PGR, la policía federal, con los cuerpos policiacos estatales: llámense Agencia Veracruzana de Investigación, Seguridad Pública, policías intermunicipales y policías municipales, esto seguirá siendo la torre de Babel.
    Hablamos, lamentablemente, de una Babel sangrienta que cobra vidas a cada momento.
    Estamos ante el producto de una cultura de la corrupción que ha evolucionado a una cultura de la muerte.
    El trabajo conjunto de los cuerpos de seguridad federal, estatal y locales pasa por la dignificación de los hombres y mujeres policías.
    Por su depuración y por la seguridad de su patrimonio y el de sus familias.

    Como esto no es un proceso a corto plazo, urge un diagnóstico sobre lo logrado y los lados flacos de la actual estrategia de seguridad en Veracruz.
    El pueblo sigue poniendo los cadáveres y los patrimonios hechos añicos.

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    A las autoridades federales, estatales y municipales -responsables del ramo de la seguridad- les corresponde hallar la mejor opción para atender esta problemática.
    Empecemos por reconocer, todos, que en Veracruz si está pasando algo: cada día somos menos jarochos y entre los que quedamos se incrementa el temor a ser el último protagonista del velorio masivo que nos rodea.

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