Alberto J. Olvera
Reforma
El principal saldo de la elección federal de 2012 es la conciencia pública de que los políticos de todos los partidos, pero sobre todo del PRI, siguen recurriendo a diversos actos ilegales para financiar sus campañas y para incitar el voto por sus candidatos, y que esto es posible por un clima de impunidad, que abarca no sólo los delitos electorales, sino todo tipo de actos delictivos. Vivimos la legalización fáctica de la ilegalidad, lo cual rompe los principios morales de cualquier régimen democrático. En este contexto, podemos aprender de la experiencia reciente de Brasil, donde está dándose una revolución judicial que puede conducir al castigo de los responsables del mayor escándalo de corrupción política de la historia de ese país, «el mensualazo», e impedir a políticos acusados de corrupción que vuelvan a competir por cargos de elección popular. El caso es muy relevante para México por obvias razones.
En 2005, dos años después de la ascensión de Lula a la presidencia de Brasil, estalló el escándalo del «mensalâo». Se trataba de una trama compleja, dirigida por el principal operador político de Lula, José Dirceu, que consistía en un mecanismo de compra de votos de los diputados de varios partidos políticos, que sólo de esa manera acompañaban al gobernante Partido de los Trabajadores en sus iniciativas y conseguían garantizarle una mayoría parlamentaria. Las investigaciones demostraron que para pagar a casi cien diputados un sustancioso sueldo mensual ilegal se recurrió al blanqueo de dinero, la evasión de divisas, el peculado y actos de delincuencia organizada, mecanismos ilegales ya usados en el financiamiento de la campaña de Lula (y de sus contrincantes) en 2002 (cabe anotar que en Brasil todos los partidos recurren a estas prácticas en ausencia de financiamiento público).
En 2005 toda la plana mayor del PT tuvo que renunciar a sus cargos y el Presidente Lula se dijo «engañado» por sus operadores. Gracias a su habilidad política, Lula logró eludir toda responsabilidad en el escándalo, pero pagó el precio de tener que prescindir de sus principales operadores políticos. Sin embargo, no hubo sanciones judiciales. Desde entonces, en Brasil han estallado innumerables escándalos de corrupción en todos los niveles de gobierno, cada vez menos tolerados, a grado tal que hoy día el 25% de los diputados en funciones está bajo proceso judicial. Muchos legisladores, alcaldes, gobernadores y altos funcionarios han renunciado a sus cargos para evitar que los procesos en su contra concluyan en su encarcelamiento, y para no dejar precedentes judiciales que les impidan continuar su carrera política. Para colmo, muchos de ellos vuelven a postularse para gozar del fuero que implica el sólo poder ser procesados por el Tribunal Supremo, de acuerdo con las leyes vigentes hasta el mes pasado.
Reforma
El principal saldo de la elección federal de 2012 es la conciencia pública de que los políticos de todos los partidos, pero sobre todo del PRI, siguen recurriendo a diversos actos ilegales para financiar sus campañas y para incitar el voto por sus candidatos, y que esto es posible por un clima de impunidad, que abarca no sólo los delitos electorales, sino todo tipo de actos delictivos. Vivimos la legalización fáctica de la ilegalidad, lo cual rompe los principios morales de cualquier régimen democrático. En este contexto, podemos aprender de la experiencia reciente de Brasil, donde está dándose una revolución judicial que puede conducir al castigo de los responsables del mayor escándalo de corrupción política de la historia de ese país, «el mensualazo», e impedir a políticos acusados de corrupción que vuelvan a competir por cargos de elección popular. El caso es muy relevante para México por obvias razones.
En 2005, dos años después de la ascensión de Lula a la presidencia de Brasil, estalló el escándalo del «mensalâo». Se trataba de una trama compleja, dirigida por el principal operador político de Lula, José Dirceu, que consistía en un mecanismo de compra de votos de los diputados de varios partidos políticos, que sólo de esa manera acompañaban al gobernante Partido de los Trabajadores en sus iniciativas y conseguían garantizarle una mayoría parlamentaria. Las investigaciones demostraron que para pagar a casi cien diputados un sustancioso sueldo mensual ilegal se recurrió al blanqueo de dinero, la evasión de divisas, el peculado y actos de delincuencia organizada, mecanismos ilegales ya usados en el financiamiento de la campaña de Lula (y de sus contrincantes) en 2002 (cabe anotar que en Brasil todos los partidos recurren a estas prácticas en ausencia de financiamiento público).
En 2005 toda la plana mayor del PT tuvo que renunciar a sus cargos y el Presidente Lula se dijo «engañado» por sus operadores. Gracias a su habilidad política, Lula logró eludir toda responsabilidad en el escándalo, pero pagó el precio de tener que prescindir de sus principales operadores políticos. Sin embargo, no hubo sanciones judiciales. Desde entonces, en Brasil han estallado innumerables escándalos de corrupción en todos los niveles de gobierno, cada vez menos tolerados, a grado tal que hoy día el 25% de los diputados en funciones está bajo proceso judicial. Muchos legisladores, alcaldes, gobernadores y altos funcionarios han renunciado a sus cargos para evitar que los procesos en su contra concluyan en su encarcelamiento, y para no dejar precedentes judiciales que les impidan continuar su carrera política. Para colmo, muchos de ellos vuelven a postularse para gozar del fuero que implica el sólo poder ser procesados por el Tribunal Supremo, de acuerdo con las leyes vigentes hasta el mes pasado.
Pues bien, este 2 de agosto el Tribunal Supremo de Brasil ha comenzado a juzgar a 38 políticos, empresarios y banqueros involucrados en el caso del «mensualazo», rompiéndose así una historia de impunidad intolerable en una democracia. Por su parte, la Presidenta Dilma Rousseff ha despedido, en casi dos años de mandato, a seis ministros que habían sido acusados de corrupción. Se acaba de aprobar en el congreso la iniciativa «Expediente Limpio», que impide a los políticos condenados en primera instancia (aunque hayan apelado) ejercer cargos públicos por ocho años. Sólo podrán volver a competir por un cargo de elección popular si son absueltos en última instancia, lo cual puede ser un proceso penosamente largo.
Para poder llegar a este punto los brasileños han desarrollado luchas civiles incesantes desde hace 20 años, enfrentándose a la resistencia de la clase política en su conjunto a ser supervisada y a asumir responsabilidad no sólo política, sino judicial, por actos de corrupción. Condiciones favorables han sido que buena parte del sistema judicial actúa con autonomía política, que la fuerza y densidad de la sociedad civil ha impedido que los viejos escándalos sean olvidados y que organizaciones ciudadanas han fincado acusaciones judiciales a los políticos corruptos. Algunos procesos han sido ganados, poco a poco, por los ciudadanos y han sentado jurisprudencia, acotándose poco a poco la impunidad reinante.
En México vivimos en medio de la más absoluta impunidad. Los políticos cínicamente niegan sus patentes faltas y aprovechan la ausencia de leyes e instituciones que los sancionen para delinquir sin temor a castigo alguno. Entre la clase política y la ciudadanía hay una fractura moral derivada de este clima de impunidad, factor que explica que para un amplio sector de la población el reciente triunfo del PRI sea percibido como ilegítimo.
La izquierda y la derecha nos deben propuestas concretas tendientes a acabar con esta situación. Deben asumir un compromiso ético y político explícito que ayude a poner fin a la impunidad política generalizada, de la cual son corresponsables. El ejemplo brasileño debe inspirarnos a iniciar una vasta lucha contra la corrupción a todos los niveles en nuestro país.
El autor es miembro del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad de Veracruzana.
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