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    Vanessa Cambranis

    Reinventándome el alma

    Vi cómo te cortaban, pareciera me arrancaban a pedazos el alma… no estaba preparada para verte partir; tú, el remanso de paz, el hogar de ellos, los que desde el primer rayo de sol con su canto anunciaban un nuevo amanecer; tú, el sueño de cualquier mortal que anhela despertar con tus suaves notas; tú, dador de vida…
    ¿En qué momento te fui perdiendo? Hacía ya unos meses atrás vi tu deterioro, sin prestar siquiera tanta atención ante mi ajetreada vida; sí, ante mis ojos vi cómo poco a poco te deteriorabas… quizás fui un poco «dejada» pensando que no era nada que te afectara… te veías tan fuerte… es como cuando algo nos empieza a dañar y hacemos cómo que «no pasa nada». Así somos los seres humanos. Pensamos que todo se remediará a largo plazo y lo dejamos… lo postergamos.
    Pasó el tiempo, ¡parecías magia! Abrigabas a más pájaritos que ningún otro árbol de la cuadra, ¡sí! eras la envidia de la cuadra. Desde amanecer, en tus ramas vida brotaba; y por la noche, sin duda, el mejor hogar que con cariño arropaba… ¿Cuántas historias de amor, desencanto y pasión ahí pasaban?

    Un día te vi y me di cuenta cuán dañado ya estabas ¿En que momento fue? ¿Cómo te descuidé? ¡Tú, dador de vida, moribundo ya estabas!
    Te vi a través de mi ventana y me vi en ti, ante esta impetuosa necesidad de darme toda, me quedé vacía… así nos pasa algunas veces…
    Pensé tanto en que tenía que «sanarte»… te observaba y el daño era profundo… una plaga llamada correhuela te habia «abrazado hasta asfixiarte»… a veces así nos pasa… hay personas que con tanto «nos ahogan» o nosotros los ahogamos, o peor: aún tú, al dar tanto, te ahogas. ¿Qué pasó con tus verdes hojas? Ahora eran secas y débiles ¡y aún así seguías siendo el hogar de un centenar de pajaritos! ¡inmenso el amor que en tus ramas emanas! Es cómo si quisieras abrazarlos más… ¡sí! con tanto amor pero ya sin fuerzas…
    ¡Pensé tanto en sanarte! tenía que «cortar de tajo» y «arrancar» esa plaga que te dañaba y cuánto valor me faltaba…
    Un día, estando en mi negocio, vi cuando mi vecino sacó su escalera y machete. Amablemente me señaló que iba a «arreglarte». Él mejor que nadie sabía del daño que ya tenías. Lo platicamos varias veces y siempre le decía: «Este árbol ya necesita una buena podada… la plaga lo está matando pero me duele hacerlo… es el hogar de mis hijos: los pajaritos; ellos nos alegran todos los días. Sabe… ¡me despiertan suavemente desde la madrugada, y a los pocos minutos ya tienen un escándalo! En las noches oigo sus ronquidos desde mi cama; llegan a comer y beber el agua que les pongo, los veo enamorarse y darse picos de amor a cada rato; pero sabe ¡también los he visto peleearse! Los adoro, me llenan mi vida…

    Un sábado por la mañana, estaba atendiendo a un cliente. Vi cuando mi vecino salió con escalera y machete en mano. Él amablemente me señaló que «arreglaría» el árbol. Asentí con mi cabeza y seguí en el corte que estaba haciendo. De reojo miraba lo que él hacía. Empezó a latir mi corazón ante cada certero machetazo que daba. ¿Qué me pasaba? ¡Sabía que era lo mejor!, en ese momento pensaba en los pajaritos: su nido, su hogar, qué pasaría con ellos, pero ¡también pensaba en el árbol! ¡se estaba muriendo ante mis ojos! Seguí cortando cabello y mi vecino haciendo su laborioso trabajo de «limpiar y sanar» el árbol.

    Con sus manos iba tratando de «desenredar» la correhuela; ella, «aferrada» a cada rama… sí, ella, la que llegó a dañarlo y que «silenciosamente» se fue metiendo a su vida… ella, la que fue «expandiendo sus ramas» dañando la vida de mi amado árbol… ¡a ella había que «cortarla de tajo»!
    ¿Qué me pasaba? Pensaba en todo, y así mientras seguía en el corte, me asomé a decirle a mi vecino: «¡por favor! ¡no corte tanto! Es el nido de mis pajaritos… por favor…»
    Terminé de cortar el cabello. Mi cliente vivió conmigo lo que yo sentía. Le conté que era el hogar de muchos pajaritos. Me dijo: «Sí, Vane, me ha tocado verlos; de verdad es increíble ver a tantos en un solo árbol». Yo, orgullosa le dije: «Todos los días me despiertan; llegan a comer a mi casa; ¡es una fiesta escucharlos y verlos! pero sabes, el árbol necesita ‘revivir’ y hay que cortarlo, espero no lo ‘resientan’.

    Terminé de trabajar; a la par, mi vecino seguía «cortando y limpiando» el árbol y de repente vi cómo le atajó un machetazo que derribó una gran rama. «¡No! ¡basta!», le grité toda molesta, «¡Por favor! ¡ya no lo corte! Piense en los pajaritos». Él, todo enojado ante mi grito, dejó de limpiarlo. Guardó su escalera y machete en mano se fue…
    ¿Por qué reaccioné así? ¿Qué me estaba pasando? Los pajaritos, el árbol… ¿qué era lo realmente importante cuidar? ¿El dador de vida o a quienes él, con amor, se las daba?
    Saqué mi escoba y toda enojada fui a «levantar» las ramas y las hojas. Al hacerlo, vi de cerca el árbol y sentí tanta rabia y a la vez tristeza. Junté todo. Pasó el de la moto que recolecta la basura y se la di, «¡Llévesela!». Era como si me urgiera » borrar» el daño para que los pajaritos «no se dieran cuenta». Era ya casi el mediodía, hora en que ellos llegaban a descansar al árbol, a comer y beber el agua que en casa les pongo. Ese día, el nido se quedó vacío… ellos ya no llegaron.
    ¡Estaba enojadísima con mi vecino y conmigo! ¡los vi volar a otro nido! ¡se fueron a otro árbol, el de enfrente, frondoso y ¡lleno de correhuela! Pensé: «en la noche seguro llegan…»; y en la noche, el silencio en mi ventana fue abismal… no escuché más sus ronquidos…
    Al día siguiente, desde mi balcón, miré al árbol. Me dirigí a él y en un instante profundo y ante la necesidad de consolarlo (o debo decir de consolarme), le dije con amor: «¡Perdóname, era necesario sanarte!» Pareciera que me escuchaba. Sus agotadas y recién cortadas hojas suevemente se movieron… continué diciéndole: «lo siento mucho, pero aún hace falta quitarte todo lo que ‘impedí’ ayer que te arrancaran… me dolió mucho cuando vi que lo que te hacían… sabes, no estaba preparada para eso… pensaba en los pajaritos y en ti a la vez, y pues ya vimos que ellos ya no regresaron… se enojaron y te abandonaron al ver que ‘les quite el nido’; pero tú ‘necesitabas sanar’… te hubieran secado, ellos y la correhuela…»
    Pasaron unos días. Mi enojo hacia mi vecino se fue aminorando. En realidad era yo la molesta, conmigo, ¡por ser tan cobarde y no haber prestado atención cuando el daño empezaba! Él lo que hizo fue un acto de amor hacia el árbol y hacia mí, y lo hizo porque sabía que yo no quería hacerlo; él sólo, sin que yo se lo pidiera, tomó su escalera y machete en mano se dispuso a cortar de tajo todo ese daño, porque sabía que me faltaba el valor y desde hacía mucho me dolía ver el deterioro del árbol… y así era.
    Muchas veces en la vida nos cuesta mucho «arrancar» todo lo que nos hace daño: una relación, las costumbres, los apegos, quizás sentirnos tan necesarios en la vida de otro, quizás miedo a la soledad, quizás muchas cosas más que guardamos en el corazón y es eso lo que nos impide ver que algunas personas o sucesos de nuestra vida sólo llegan un tiempo; el necesario para enseñarnos que nada nos pertenece y aquello que al paso de los días te empieza a desgastar. Es importante tomar el valor y cortar de tajo… pero pensamos siempre en dar, incluso a costa de la propia vida.
    Pasó una semana y mi jardinero vino a verme. Él cada mes se encarga de cuidar las flores que con amor sembré en la banqueta frente a mi negocio. Cuando lo vi, sonreí: «Don Hugo ¡qué gusto verlo!»
    –Señorita Vanessa ¿le limpio el jardín?

    –Sí, don Hugo, pero sabe, le tengo una misión especial. Necesito que me haga un favor. Quiero que me pode el árbol de enfrente, por favor,¡arranque todo lo que sea necesario! Lo empezaron a limpiar y yo pedí que lo dejaran, pero sabe, aún tiene correhuela y si la dejamos, volverá a brotar ¡Corte todo lo que sea necesario!

    Al decirle esto, sentí cómo el corazón se me agitaba de alegría ¡por fin tomé el valor! ¡por fin decidí arrancar todo, desde la raíz! ¡por fin! Me acerqué al árbol y le dije: don Hugo te va a terminar de limpiar… tranquilo, todo estará bien.
    –Don Hugo, trátelo con amor… es mi árbol consentido… tenemos que sanarlo.

    – No se preocupe señorita Vane, lo vamos a dejar como nuevo…
    Vinieron las primeras lluvias llenándolo de vida. Vi cómo sus ramas se empezaron a llenar de magia, ¡era increible verlo fortalecerse día a día! al paso de esas maravillosas gotas que lo inyectaban de fuerza, empezaron a surgir los primeros retoños. Al verlos, me llené de orgullo. Él, que casi moría, ahora más que nunca lleno de vida revivía. Lloré, lloré mucho de alegría, de saber que había tomado la decisión correcta, «perdimos a los pajaritos». Desde ese día jamás regresaron. Se quedaron en el árbol de enfrente… sí, ése, frondoso y lleno de correhuela. Perdí su canto junto a mi ventana. Sus ronquidos en la noche. Perdí escucharlos cantar desde el primer rayo de luz… quizás era necesario «vaciar el nido» y yo, yo no lo aceptaba.
    ¿Pero sabes? Gané, ¡sí! ¡gané una vida! sí, la de este maravilloso árbol que les brindaba con amor su cobijo; él que sabía que ya no podía más, ¡él me necesitaba más que nunca!, y ahora me regala en gratitud todos los días un nuevo nido, limpio, lleno de fuerza y vida; lo veo bailar feliz al ritmo del viento, ¡disfruta tener su propia vida! ¡disfruta respirar! ¡disfruta sentirse fuerte! ¡disfruta por fin ser libre¡ ¡libre!
    Algunos días he visto llegar a unos pajaritos a sus ramas, extrañados quizás al ver un árbol limpio; quizás ellos poco a poco formen ahí un nuevo hogar; quizás una familia que con su mágico cantar me despierten al salir los primeros rayos de sol…
    Ahora siento una inmensa alegría porque sé que él ya está listo y yo, a lo lejos, me lleno de orgullo al contemplarlo… me veo en él… y cuando estamos cerca, bailamos juntos con suaves y fuertes hojas, libres al ritmo del viento.
    ¿El nido estaba vacío? No, nunca lo estuvo, porque de él siempre ha brotado un inmenso amor…
    ¡Bendecido inicio de semana!

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