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    Dorheny García Cayetano

    En esta entrega quiero continuar con el mismo tema que escribí la semana pasada:  la llegada de la Transformación a Veracruz. Sin embargo, la abordaré desde una perspectiva diferente: la de ser mujer entre tantos caballeros, especialmente en la política.

    Todas las mujeres, sin excepción, somos víctimas a diario de un sistema patriarcal y machista, arraigado desde hace cientos de años, que nos pone, desde el momento en el que nacemos, en desventaja frente a los hombres y pretende que ocupemos un rol secundario dentro de las múltiples dinámicas que vivimos en sociedad.

    El ámbito de la política y los círculos del poder no están de ninguna manera exentos de estas prácticas. Me atrevería a decir que todo lo contrario: siguen reproduciéndose conductas misóginas y violentas que hacen que, incluso dentro de los ámbitos “privilegiados”, las mujeres tengamos que abrirnos espacios a la fuerza y por nuestra propia cuenta. Si no fuera por nuestra lucha constante, si esto siguiera en las manos de “los de siempre”, no habríamos llegado hasta aquí.

    A lo largo de mi recorrido e involucramiento en las causas sociales, he vivido en carne propia lo complicado que es cargar con un doble estigma lleno de prejuicios para muchos: ser mujer y muy joven.

    Incluso ahora, como legisladora -y la supuesta investidura que ello supone-, he acumulado experiencias desagradables que me arrojaron una conclusión: no se trata de hechos aislados. Es una anécdota que se repite una vez tras otra.

    En cierta ocasión, el Gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García, recibió una invitación para tener una reunión de trabajo en la Embajada de un país asiático. Dicho encuentro tuvo lugar gracias a la gestión, entre otras personas, del Secretario de Desarrollo Económico del Estado y de dos ex Diputados Federales provenientes de partidos de oposición. Al llegar al lugar y bajarme del automóvil junto al resto de la comitiva que acompañaba al Gobernador, este fue abordado y bienvenido por uno de los diputados antes mencionados. Al intentar ingresar al lugar, dicha persona se encargó de dejarme atrás de la comitiva, me miró por arriba del hombro con evidente desprecio y siguió su camino.

    Ya en el lugar, el Embajador le solicitó al Ingeniero Cuitláhuac presentar a quienes los acompañaban. Resulté ser la única legisladora presente. Quien hacía unos minutos me había cerrado el paso, no podía creerlo. Se le veía en la cara. Al terminar la recepción, se acercó a mí para despedirse y “disculparse” sin mencionar el motivo; era evidente que se había avergonzado. Pareciera que solo por ser Diputada entonces sí mereciera su respeto y deferencias.

    Otra tarde, convocada a una junta de trabajo igualmente con el Gobernador y el Subsecretario de Obra Pública, arribé al lugar de la reunión y antes de abrir la puerta, la oficial de seguridad me impidió la entrada. Le pregunté el porqué de su actitud y lo único que me respondió fue que “tenía que pasar a platicar con un supervisor” y me llamó por el nombre de “Ceci”, quien es la digna y respetable secretaria del Gobernador. Entendí que, por el hecho de ser joven y mujer, mi propia congénere había asumido que yo no podía ser sino la asistente de otro hombre. Una mujer que seguramente también padece violencia en su vida estaba discriminando a otra también por su género, por su edad y seguramente, por ir vestida de manera menos formal que lo acostumbrado.

    En la Cámara de Diputados, he perdido la cuenta de las veces que los guardias de seguridad me han pedido una identificación y me han interrogado hasta la exageración para permitirme entrar al pleno de sesiones, mientras a compañeros hombres de la misma edad jamás les ha pasado cosa similar.

    Esta experiencia se ha convertido en el modus vivendi de todos los días para las mujeres, particularmente las más jóvenes, por no mencionar a quienes ostenten cargos de representación y toma de decisiones. Por ello, resulta fundamental tener en cuenta que nuestra sola presencia está rompiendo con paradigmas inimaginables hace años. En este momento, en esos pueblos, es esas colonias, en esas casas, millones de mexicanas hoy saben que pueden aspirar a estar en estas posiciones. Estamos resignificando el papel de nosotras, las mujeres jóvenes, en la vida pública del país, simplemente por tomar parte en la política o en los negocios, espacios de poder pensados tradicionalmente para hombres experimentados y bien vestidos. Es una lucha que mi mamá, mi abuela y todas las de ustedes han hecho, aunque no tan silenciosamente como lo quisiera el sistema en el que vivimos.

    Parecen diferentes anécdotas, pero es una situación que hace eco en cada compañera. cada compañera. Nunca más nos quedaremos calladas para acceder a la vida que nos corresponde.

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