Cecilia Muñoz
Polisemia
Mientras tomo el desayuno, lavo los platos, cocino, me como aquella lasaña que sorprendentemente mal no quedó, cuando subo a descansar antes de empezar la jornada laboral vespertina, mientras trabajo por la tarde, a veces hasta cuando ceno y en alguna ocasión, justo antes de cerrar los ojos al final del día… Llegan los mensajes, una que otra vez la llamada, y todos empiezan igual: “Maestra…”.
La tarea, el alumno, lo administrativo, las dudas… Todo ello unido al trabajo previo a las clases que por fuerza debo realizar fuera del horario escolar porque la docencia no acaba ni a las 2:00 o 3:00 de la tarde, y más durante esta temporada de contingencia: las diapositivas, las planeaciones, la búsqueda de estrategias para que los jóvenes no sientan tan pesada la educación a distancia, las diapositivas, la ayuda extra para algunos, el insospechado uso de Canva para la creación de contenido, las diapositivas, responder sus correos, revisar sus trabajos… ¿ya mencioné las diapositivas?
No me malinterpreten. No sólo me gusta, sino que amo la docencia, esta profesión agotadora, pero gratificante, a la que llegué hace unos años porque me aficioné a una canción que decía “I’m not throwing away my shot!”, una sentencia polisémica, como me gustan, pues tanto puede interpretarse como “¡no voy a errar mi disparo!” como “¡no voy a soltar mi trago!” o “¡no voy a perder mi oportunidad!”. Desde que la escuché he seguido su consejo religiosamente… o casi. La verdad es que nunca he tenido la ocasión de disparar a nada o nadie.
“No voy a perder mi oportunidad” fue mi lema, mi tabla de salvación, durante los primeros meses de experiencia docente hace ya algunos años. Cada vez que me sentí inútil, ridícula, disminuida, fiscalizada o impotente, ahí estaba la canción para sostenerme un poco, a pesar de los desaires de compañeros, de la dueña del colegio (señora, cuando le extienden alegremente la mano, usted hace lo mismo, no mira a su interlocutor de arriba abajo con cara de fuchi), de los propios jóvenes que, en palabras de otra maestra joven que conocí más tarde, naturalmente me estaban dando una novatada dolorosa, pero necesaria ante mi falta de experiencia y habilidades.
Puede que incluso haya tarareado la melodía con desgana después de recibir una llamada de la secretaria que ofuscada me reclamó que por mi culpa, al no haber entregado las actas de calificaciones, multarían al colegio. Mis actas, debidamente llenadas, se le habían traspapelado según me dijo unos días después, pero nunca se disculpó.
Ojo, ¡yo no estoy diciendo nombres! Así que si llega a leer esto a quien le quede el saco, reclamos no quiero.
Mis primeros meses como maestra fueron difíciles, pero resulta que siempre he tenido una virtud: soy grotescamente orgullosa. No, no soy tenaz ni persistente, soy orgullosa. Si percibo que algo parece estar a punto de derrotarme, soy capaz de remontar, o al menos seguir nadando de a muertito, porque detesto la sensación de derrota, o peor: la de claudicar. Así que me fui del lugar con la cola entre las patas, pero convencida de que los buenos, aunque quizás escasos, momentos que había vivido enseñando, eran suficientemente valiosos como para repetir la experiencia, esta vez empezando desde cero. Después de todo, había adquirido algo de experiencia (a madrazos) y ya tenía una idea de cuáles eran mis puntos débiles. ¿Por qué no explorar y compartir mis puntos fuertes?
Mi segunda experiencia como docente fue mejor, aunque siendo honesta, no perfecta… ¡aún me queda mucho que aprender! Sin embargo, cada día en que algo salió mal, seguí la misma máxima: no voy a perder mi oportunidad. Y cual Scarlett O’Hara siendo rechazada por Ashley Wilkes, me retiraba a casa con la frente en alto, echando los hombros hacia atrás, bien consciente de que mañana sería otro día… y de mi tendencia a citar diversos momentos literarios/artísticos como versículos bíblicos.
Sí, después de aquella tremenda primera experiencia, mis habilidades docentes mejoraron cada día un poco más. Incluso llegué a pensar que ya tenía un par de cosas más dominadas… hasta que llegó la cuarentena y debí empezar de nuevo: cambiar todo el esquema de enseñanza que había preparado, tirar por la borda aquello en lo que me había instalado porque funcionaba y a menudo era cómodo e intentar hallar soluciones que, ahora, a unos meses de distancia, veo que quizás no fueron tan efectivas.
Pronto se cumplirán dos meses de educación a distancia, desde que empezaron las clases en el nivel de secundaria, y puedo decir con confianza que poco a poco he ido sorteando dificultades, comparado con la improvisación del ciclo escolar. Aún nada es perfecto, pero ahí vamos con ganas y optimismo, tanto docentes como alumnos. ¡Ojo! Hablo de una comunidad educativa en particular, en el contexto de la educación privada en la capital del estado. Los retos de otras instituciones y zonas, urbanas o rurales, deberán ser expuestos por aquellos a quienes corresponda.
Por si se lo preguntan, aún no sé cuál es la oportunidad que no voy a desperdiciar. Para la voz lírica de la canción original, Alexander Hamilton, todo se presenta claro: “Don’t be shocked when your history book mentions me / I will lay down my life if it sets us free / Eventually, you’ll see my ascendancy” (traducción levemente libre: “No te sorprendas cuando tu libro de historia me mencione / ¡Daré mi vida si eso nos libera! / Eventualmente, verás mi legado”). Para Hamilton, la oportunidad es trascender en la Historia, en cambio, para mí sospecho que es más simple: tan solo disfrutar la felicidad de haber fragmentado mi corazón en múltiples cachitos, uno por cada alumno al que he podido darle algo, por mínimo que fuera: un conocimiento nuevo, un consejo, una sonrisa… Y seguir haciéndolo incluso ahora mismo, aunque sea a través de una pantalla.
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