Adalberto Tejeda-Martínez
Hace 528 años Colón hizo su primer viaje trasatlántico en época de huracanes. De haber tropezado con alguno, naves y tripulantes habrían perecido o regresado a Europa a confirmar que al otro lado de las Columnas de Hércules estaba el fin del océano, y ahora las estatuas del genovés no serían motivo de disputa simplemente porque no existirían.
Hablando de huracanes, recordemos que los totonaca se hicieron meteorólogos antes que astrónomos, conformaron su mitología en razón de su medio físico, y de ahí que el dios Tajín sea el mismo dios Huracán de los pueblos del Caribe. En esos tiempos en que la teología y la ciencia iban juntas, la cultura giraba alrededor del conocimiento de la naturaleza. Pero la afortunada emancipación de la ciencia del subjetivismo teológico, su ambición por la objetividad, su vertiginosidad reciente y sus aplicaciones asombrosas, la pusieron en la mira de pretendidos humanistas que quisieran regresarla a los tiempos de la alquimia.
Más allá de modas o imposiciones ideológicas, una formación cultural será precaria si no permite discernir sobre las innovaciones tecnológicas o no ayuda a comprender que el futuro de la(s) cultura(s) depende de la sapiencia con que se manejen los recursos naturales, para lo cual es imprescindible el conocimiento científico.
Los estudiosos de la naturaleza deben abrirse cada vez más a las ciencias de la sociedad pero también a la inversa. Deben cooperar con visiones amplias -de especialistas e integristas; humanistas y científicos; estudiosos de lo general y expertos en particular- para enfrentar problemas globales con peculiaridades locales como el cambio climático, las pandemias, las crisis económicas, la migración o el narcotráfico.
Pero vamos mal si el fallecimiento del doctor Mario Molina pasó desapercibido para la directora general del Conacyt; del Presidente apenas mereció un tweet de compromiso, y para peor coincidencia ocurrió el mismo día en que la H? Cámara de Diputados anuló en primera instancia los fideicomisos de apoyo a la investigación científica y al combate al cambio climático.
Resultado de una investigación acuciosa, Mario Molina y Sherwood Rowland publicaron en 1974 un artículo científico alertando sobre los efectos de los clorofluorocarbonos y compuestos similares en la destrucción del ozono estratosférico, el escudo ante los rayos ultravioletas que causan cáncer en la piel. Ese descubrimiento les mereció en 1995 el Premio Nobel de Química, pero previamente lo habían llevado a los terrenos de la política internacional como para que en 1987 se aprobara el Protocolo de Montreal, que limita el uso de tales compuestos, por lo que el agujero de ozono de la estratósfera se ha reducido considerablemente. No sorprende, entonces, que Molina haya sido asesor científico de los presidentes estadunidenses Clinton y Obama, pero lamentablemente no lo fue del Gobierno actual de su país de origen.
Molina postuló hace una década, junto con otros colegas, que estamos en una nueva época, el «antropoceno», dominado más por la humanidad que por las fuerzas geológicas; y en junio pasado compartió el crédito con otros investigadores al mostrar los mecanismos que sigue el SARS-CoV2 (causante de la Covid-19) para difundirse en el aire (https://www.pnas.org/content/117/26/14857).
Fue un gran científico que no se la pasó en la estratósfera.
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