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    Uriel Flores Aguayo

    La sala de juntas es inmensa en la Casa del Pueblo, casa jarocha. La servidumbre ya arregló la mesa principal con detalles al gusto del mandatario. Se esmeran por enfriar algunas cervezas y un poco de vino, sin faltar bocadillos y café. Les dijeron que es una reunión especial, que van a estar las principales figuras políticas en ejercicio del poder y que necesitan tranquilidad. Ya los conocen, son un grupo que se repite en encuentros; cuando van llegando se saludan con familiaridad. El entorno es sobrio, con muebles y cuadros clásicos, pero se percibe austeridad; no hay excesos. Apenas han llegado, no más de ocho personas entre caballeros y damas, piden quedarse a solas. Todo mundo acata la instrucción pues entienden que son asuntos de la mayor importancia. Apenas son audibles algunas voces al inicio. Después se concentran en grandes paquetes de documentos. Señor, ahí está todo lo de las reformas que hemos preparado, expresa el asesor estrella. Es cuestionado por su interlocutor sobre la importancia y alcances de las medidas propuestas. De respuesta obtiene una afirmación categórica en sentido positivo. Para el asesor estrella no hay duda de que conseguirán debilitar a sus adversarios al retirarles financiamiento y, de paso, alejar las molestas consultas sobre la permanencia del mandatario. Éste lee un poco pues no había tenido tiempo de conocer a detalle esa maravilla de reformas según asesores y diputados. Voltea a ver a su mano derecha, le pregunta si está todo claro y si no habrá inconveniente sobre la marcha, obteniendo por respuesta ciertas evasivas: «no es lo mío exactamente pero según el Diputado Carita y mi gente no hay ningún problema para su procedencia; me aseguran que es más lo que se gana». Bien, continúa él mandatario, volteando a su mano izquierda, el diputado Carita, para preguntarle lo mismo. “No hay dudas, riesgos o algo que sea negativo», inquiere el jefe de todos ellos y ellas viendo de frente al diputado. Pasada esa ronda de diálogo se dan espacio para tomar y comer algo. La diputada amiga presente se esmera por atenderlos; no es que no haya quien lo haga, simplemente le gusta mostrarse y, de alguna manera, hacer algo en una reunión donde no tiene opinión.
    El asesor estrella insiste en que la rebaja de dinero en sus adversarios va a ser un tema nacional y que será valorado en positivo por el jefe superior de todos ellos. La mano derecha dice que si no será mejor disminuir esas cantidades, fijarles un porcentaje más suave. No, es la respuesta a coro, pues consideran que tienen el control casi absoluto y que deben aplicar su mayoría. Llevarán media hora cuando mucho entre charla y bocadillos. Lo han platicado tanto, sobre qué hacer para mejorar sus condiciones de competencia y como sobresalir en la escena nacional que es poco lo qué hay que tratar. A las dudas iniciales se agrega un optimismo eufórico. Hay algunos detalles a considerar. Entre el personal legislativo no hay problema, los otros y otras no están en contra. Consideran que puede haber algunos contratiempos en los Ayuntamientos, nada de qué preocuparse más allá de activar los mecanismos persuasivos a su disposición. En un ambiente claramente triunfalista dan por terminado el encuentro. Se despiden con palmadas y fuerte apretón de manos. Los autores intelectuales del proyecto apenas pueden ocultar sus sonrisas de absoluta satisfacción. Mínimo, una vez aprobada lo que consideran una genial reforma, esperan jugosas recompensas.
    Del campo principal ahora pasaba al campo secundario, ya era un trabajo para los uniformes y cumplidores legisladores, quienes habían dado garantías totales de esmerarse para que su jefe central recibiera los reflectores. De inicio pasaron revista a sus pares, donde encontraron coincidencias mayoritarias. El mensaje elegido era impecable: ahorros para destinarlos a salud y al pueblo en general. No solo se preparaban para avasallar con votos sino para dar la sorpresa con una acción que los mostraba como políticos de cambio. «Señor Carita, señor Carita», presurosamente lo seguía en los pasillos del recinto de las leyes su asesor- operador para mostrarle el reglamento: «es que, por su tamaño, debe cubrir más trámites señor». No lo escuchó o no quiso hacerle caso; el diputado siguió de largo, a paso veloz, sonriendo a quienes encontraba en los pasillos.
    Ocurrió lo imaginado por los nuevos padres de la patria, bueno, solo de jarochilandia. Los afanes reformistas, de lo que sea para lucir, avanzaron cual tanque de guerra, como antes: planchando, arroyando y mayoriteando. La etapa municipal fue un día de campo. Una minoría de Ayuntamientos desacató la línea oficial y sostuvo una postura independiente. El resto de los gobiernos municipales hicieron caso a las viejas prácticas políticas de «la zanahoria y el garrote».
    Apareció una ola de euforia, las reformas daban grandeza al mandatario y a su administración; se presumía la austeridad y echaba en cara sus privilegios a los adversarios. Habría dinero para todo, alcanzaría para la salud del pueblo, decían. Multiplicaban los montos del ahorro. Sin contemplación fustigaban a los otros, les recordaban su derrota y no podían ocultar una sonrisita burlona. La oportunidad de oro se presentó pronto. En visita del líder supremo prepararon la pregunta a modo, sobre las bondades de reducir el financiamiento partidario. Obviamente la respuesta fue de confirmación y aplausos a los locales. Fue el momento de clímax de una acción audaz pero atropellada.
    Parecía que así seguiría todo, que las reformas no tenían vuelta. Incluso se siguió explotando en sus supuestos méritos. De pronto vino un chorro de agua fría. La Corte Suprema la echó abajo y vino un durísimo golpe político. Regreso a la realidad. Constatan que no son superiores a nadie y mucho menos mejores.

    Recadito : ni las placas de la Corte registraron en el Congreso; no son infalibles…
    Una.1959@gmail.com

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