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    El Hijo Pródigo

     

    A las personas que han puesto el grito en el cielo una vez que se han descubierto las intenciones de las autoridades sanitarias del municipio para “dormir” perros callejeros que abundan en la ciudad, les quiero platicar la breve historia de Maya, un perrita criolla que recogimos apenas en el mes de mayo.
    Ese sábado habíamos ido a checar unos terrenos que mi madre comprara cerca de la colonia Manantiales de Xalapa, por allá por la calle Ébano que antiguamente sólo conducía a la colonia Veracruz y que ahora es camino para llegar a infinidad de colonias en la periferia de la ciudad. Bajando por la calle Azabache, cerca de donde el servicio urbano improvisó su terminal de autobuses (fastidiando con esto el paso de los automovilistas), ya de salida estuve a punto de pasar por encima de un pequeño cachorro que se cruzaba la calle de un lado a otro ladrando con su pequeña voz a los autos que transitaban. Me tuve que detener, el cachorro era tan pequeño, me dio miedo que se metiera entre las llantas y que sin darme cuenta lo aplastara.
    Le pedí a mi sobrino David que se bajara y pusiera a salvo al animal en la parte alta de la banqueta, cerca de unas escaleras. Cuando lo puso ahí encendí el auto para pasar tranquilo, pero entonces un servicio de transporte urbano apareció y el cachorro se le fue encima, se metió por abajó, ladrándole al escape, el autobús avanzó y las llantas se acercaron peligrosamente a su pequeño cuerpo. Nosotros lo mirábamos todo. Le pedí a David que se bajará nuevamente y lo pusiera salvo, pero el cachorro avanzó cuesta abajo y se metió en una casa en construcción. No lo podía dejar ahí, en cualquier momento lo podrían aplastar.
    Le pedimos a un vendedor de Gamesa que nos regalara una caja y fui por el cachorro. Hasta ese momento me di cuenta del desastre de perro que era. Tenía más pulgas que días de vivido, tenía una infección en la piel que parecía sarna, pero estaba gordito, al parecer bien alimentado. Lo subí al auto, le tomamos su primera foto; las pulgas fueron las que aparecieron en primer plano.
    Yo, que soy muy asqueroso con los animales, busqué en el camino una veterinaria para entregárselo al doctor, esperando que éste me lo regresara ya libre de todos esos males. Un día entero se la pasó con el veterinario. Él fue quien nos dio la “infausta” noticia, no era cachorro, era cachorra; ¿y ahora qué vamos a hacer con el nombre que le habíamos elegido, “Bono”? Al final le pusimos Maya, porque en mayo la encontramos. El veterinario también nos dijo que no estaba gorda de bien alimentada, estaba hinchada de lombrices, no le quitó las pulgas, sólo la bañó, nosotros teníamos que comprar un jabón especial para irle mermando el pulguerío con cada baño.
    La llevamos a la casa. Le encontramos un lugar en el patio. Hacía más de 20 años que no tenía perro en casa. Los perros que recientemente había tratado era uno de mi hermana, noble, hermoso y de raza, y los de mi madre, que también habían sido recogidos de la calle. Tuve que investigar sobre su alimento, tuve que lidiar con sus excrecencias, aprender yo, junto con ella, a que hiciera en un mismo lugar de la casa, porque al principio hasta abajo del televisor dejaba sus gracias. Tuve que lidiar hasta con sus dolores de dientes y sus purgas.
    Con el tiempo las pulgas y las lombrices se fueron, la roña de su piel tardó un poco más, ahora tiene el pelo brillante color ámbar y sus dobles colmillos afilados. Desde que llegó le echó el ojo a un sofá naranja recién tapizado, después de tanto retirarla de ahí optamos por obsequiárselo. A veces me levantaba temprano para encender el calentador del baño y Maya se despertaba con estornudos. Desde el cuarto piso los vientos son más fríos en estas fechas y como se quedaba en el patio, se resfriaba. Tuvimos que dejarla adentro por las noches, arriesgando que rompiera algo de la casa, pero no, como si supiera que estaba a prueba, lo único que roe en la noche es una pieza de ajedrez de madera; la reina negra por cierto. Así, poco a poco se ha ido adueñando de la casa.
    Algo tiene Maya, se pone a jugar con nosotros, nos muerde las sandalias, nos mira extrañada. Cada que regreso del trabajo me recibe con tanto entusiasmo que hasta se orina del gusto. Me recibe como si tuviera meses de no verla. A veces, cuando vamos a los terrenos, por el lugar donde la encontramos, Maya se pone seria, olfatea su pasado y se ha de sentir dichosa de no estar mendigando en la calle. Luego nos mira seria, acaso se pregunte qué le vimos como para que nos decidiéramos a cuidarla. Ella no lo sabe, pero cuando se cansa de retozar y se duerme, la miro dormida, tan pequeña y vulnerable, entonces entiendo que no tuve corazón para dejarla, tan cachorra, a su suerte.
    Esas personas que se preocupan por los perros callejeros muchas veces los ven y no les importa su destino. Yo no me pongo de ejemplo, a mí tampoco me importaban, sólo que me tocó ver a una cachorra impetuosa y no me quedó de otra que adoptarla. A veces me preguntan de que raza es Maya, yo no sé qué responderles, sólo les digo que es un perro, ¿acaso importa la raza? ¿Acaso esos animales con pedigrí tienen más derecho de ser queridos?
    Me indigna esa gente que propugna el amor por los perros, pero sólo por los perros de raza, por los bonitos, los que tienen un nombre y un apellido, pero los de la calle sólo son un accidente en su afecto y cuando se amenaza con matarlos pegan el grito al cielo, pero una vez que los ponen a salvo, los regresan a la calle, a la intemperie de su indiferencia.
    Me voy, porque Maya, que todavía tiene siete meses, ya está mordiendo otra vez los respaldos de su sofá naranja.

    Armando Ortiz aortiz52@hotmail.com

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