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    Burro

    Pedro Manterola

    Hoja de Ruta

     

    En la mitología política veracruzana se cuenta una historia sucedida hace tantos años que se conocen de ella tantas versiones como narradores. Los relatos sabidos coinciden en algunos elementos, como por ejemplo que la anécdota sucedió en algún pequeño municipio de la sierra que se despeña llegando a Palma Sola. El protagonista es un hombre cuya personalidad poseía todos los fundamentos del folklore jarocho y los aparejos de la malicia costeña. El individuo era amigo de funcionarios de todos los niveles, incluido el patrón de todos ellos, al que había conocido en el rutinario pero festivo recorrido por pueblos y veredas que eran entonces las campañas electorales. Aunque Quintiliano Nochebuena, pongamos que así se llamaba, no tenía puta idea de cómo y qué hacían los políticos, y carecía de toda noción de cómo ejercer legalmente la autoridad, eso no fue impedimento para forjar una carrera política. Igual que ahora. Cayó bien al entonces candidato a gobernador, y con esas credenciales lo hicieron en su municipio presidente del partido entonces invencible. Esto deja en evidencia cuánto han cambiado desde entonces los criterios para escoger funcionarios, ediles y dirigentes. Nada.

    El pueblo natal de Quintiliano había sobrevivido a alcaldes de toda clase y calaña, y el pequeño poblado no pasaba de tener pavimentada media cuadra de la calle principal, y en la iglesia un campanario con un reloj monumental, presumido como señal innegable de progreso por el alcalde que donó el cronómetro, por supuesto con recursos del dominio público. A diferencia de los próceres actuales, aunque carecía de credenciales académicas, Quintiliano era dueño de una sencillez y don de gentes que lo hacían querido y popular entre sus coterráneos. Es justo decir que sus capacidades políticas o gubernativas eran prácticamente inexistentes, peculiaridad que sí comparte con los actuales gobernantes. Llegado el tiempo de designar candidatos, Quintiliano hizo campaña, llegó la votación, y venció sin enemigo al frente. Para la toma de posesión, el pueblo entero preparó un jelengue como si fuera fiesta patronal. Llegaba al mayor cargo del pueblo uno de los suyos, un hombre sencillo al que no le sabotearían el entendimiento el poder y sus efluvios. Llegó el día de la toma de protesta del Alcalde y sus dos ediles, un síndico y un regidor. Quintiliano era dueño de una pureza de pensamiento ajena a complejidades legales, fórmulas reglamentarias y mecanismos oficiales, por lo que se esmeró más en el festejo que en el solemne ceremonial. Como era y es habitual, el gobernador en turno envió al magno episodio a un representante, quien se aseguró que se cubrieran todos los requisitos y trámites protocolarios. En el momento culminante del acto oficial, se escuchó al enviado del alto mando preguntar con la solemnidad que ameritaba la ocasión: “Señores, es su obligación guardar y hacer guardar la Constitución de México y la particular del Estado, la ley del Municipio Libre y los reglamentos y acuerdos que de este Ayuntamiento se deriven, mirando en todo caso y momento por el bien y prosperidad de la Nación, del Estado y de la Sociedad, así como desempeñar leal y patrióticamente el cargo que la ciudadanía les ha conferido mediante el sufragio popular, voluntario y secreto. Por tanto, inquiero, como integrantes del Ayuntamiento y del pueblo que hoy atestigua esta ceremonia, ¿protestan cumplir fielmente, ejem, todos los preceptos, mandatos y ordenamientos políticos y legales?”. Al expectante y dislocado silencio de los presentes, siguió una voz clara, aunque un tanto trémula: “Yo protesto, pero acepto”, casi gritó Quintiliano, y aquello fue la apoteosis. Quintiliano quedó investido de poder y autoridad, alcalde bajo protesta, hijo popular de un pueblo que lo vio crecer, llegar, ver, capitular y vencer.

    Somos herederos del ejemplo que nos dio Quintiliano. Ante la ley, en democracia, con plena libertad, dueños del poder ciudadano, ejercemos nuestro derecho a la protesta. Podemos aceptar o rechazar lo que nuestra capacidad de raciocinio discierna, identifique, comprenda. Impugnamos a la autoridad, rechazamos su ejercicio torpe o malsano, pero no podemos evitar la necesidad de su presencia. En la escuela, en un hospital, en un club deportivo, en una junta vecinal, hay reglas, orden, principios. Son básicos para la convivencia, pero resultan barrocos para la independencia. No estamos hechos para la colaboración ni el aprendizaje, sino para la aceptación y la obediencia. No somos educados en la crítica, sino en la disciplina. Repudiamos a la autoridad, rechazamos sus valores, criticamos sus principios, pero la obedecemos, la seguimos, acatamos su voz, sus órdenes, sus decisiones.

    La buena conducta ciudadana no consiste en cumplir ciegamente todas las reglas, ni en obedecer acríticamente cualquier mandato. Un funcionario, un diputado, un Secretario, un alcalde, no es un superior, un jefe, un capataz. Es un servidor público. Después de la elección, los ciudadanos dejamos de ser votantes convenientes y aprovechables para convertirnos en habitantes necesarios, vecinos ineludibles. Ser buen ciudadano no significa consentir lo que sea, lo que diga y lo que haga un gobernante, edil, legislador, burócrata o funcionario. No podemos protestar por sus actos y al mismo tiempo aceptar sus atropellos.

    Los cargos no otorgan a nadie el poder de pensar y decidir por nosotros. Y si eso sucede en puestos y cargos oficiales, las cosas no son distintas en el terreno de los organizadores del desencanto. Los líderes no dialogan, imponen. Los dirigentes no convencen, intimidan. Los malos son siempre los otros, los demás, los poderosos. Pero un vocero estudiantil, un dirigente opositor, un activista de la CNTE también tiene poder, también ostenta una representación, se atribuye una potestad. Y si en el templete critica al funcionario y desconoce sus propios acuerdos, en la asamblea grita, desordena y decide, manipula y descalifica. Protesta las reglas, y acepta un juego que condena, usa para sí los parámetros que invalida en los otros, se convierte en el espejo de un autoritarismo que usa como espantapájaros. Grita “¡Censura!” a los cuatro vientos. Descalifica la disidencia, agrede la discrepancia, injuria la discordancia. Es la oposición que no tolera opositores. Si la extorsión es un delito, la mentira es un ultimátum.

    Porque el malvado siempre está en otra parte. Porque las malas intenciones siempre son ajenas, y se ponen en evidencia cuando el otro nos da la razón. Porque la insensibilidad siempre es un defecto de nuestros adversarios. Porque los dueños del dogma conforman una mayoría minoritaria. Porque la perversidad se parapeta tras la superioridad moral. La reprobación a los malvados ignora su propia malevolencia. Son corazones duros que eluden la rendición de cuentas, mientras exigen a los demás balances y explicaciones. No portan una suástica, pero usan las tácticas de Goebbels para decir lo suyo y descalificar lo que otros dicen. Recordamos todo, pero no aprendimos nada.

    No hay castigo para la mentira, y esa barricada clausura cualquier discurso que no sea el propio. Si el compañero no repite las consignas, el castigo es la exclusión, calificarlo de cómplice, tacharlo de conspirador, acusarlo de traición. Pregonan la desobediencia, exigen la sumisión. Señalan el autoritarismo, mientras miran con desdén al que no piensa igual, al que no dice lo mismo.

    Mientras tanto, la fuerza bruta del poder público seduce con palabras, convence con la dulzura de un carro blindado, sufraga en nuestro nombre con la invocación de promesas que son una amenaza. Somos soldados sin nombre de una sociedad que consume lo que deshecha. Somos cada vez más pobres de entendimiento y voluntad, ciudadanos condenados a pensar que algún día las ideas dejarán de ser cosa de las minorías. Democracia barnizada de voluntad popular, voto condenado a la ley de la oferta y la demanda. En votaciones convertidas en subastas, el INE no sirve para nada. Las elecciones debería convocarlas, cuidarlas y calificarlas la PROFECO. Somos electores de propaganda, de modas y clichés, de egoísmos, temores, conveniencias y conformismos. Verdugos de nosotros mismos, guillotinados con nuestras propias manos en la ranura de la urna. Vástagos de la modernidad, presos de la omnipresencia de un poder que nos anula y nos concede la ilusión de votar por autoridades elegidas de antemano. Y nadie puede hacer nada. Pasamos de resistir a resignarnos.

    Protesto, pero acepto.

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