Cecilia Muñoz
Hace aproximadamente 15 o 30 mil años, un lobo hacía una particular aparición ante el hombre. Quizás herido, o quizás singularmente manso, se acercaba a la tribu en busca de comida. O tal vez era un cachorro perdido que aceptaba juguetonamente la caricia del más inocente del pueblo y que lo seguía por doquier, provocando admiración a quien lo viera.
En cambio, el gato tardó un poco más en unirse al hombre. Los que saben, ubican el solemne momento hace casi siete mil 500 años y barajan, entre todas las posibilidades de encuentro, el regocijo que los primeros agricultores sintieron al ver sus granos libres de ratones gracias a la persecución felina. Como recompensa, el gato poco a poco fue aceptado en el hogar y pronto se convirtió en objeto de veneración para los primeros egipcios.
Sin embargo, tras la llegada del cristianismo, toda la idolatría que despertaron los gatos quedó olvidada y convertida en desprecio. A los perros y a los animales en general tampoco les fue muy bien. Según expone Desmond Morris en El contrato animal, el primitivo cristiano, considerando al hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, se asumía como el dueño de todas las criaturas de la tierra. Las palabras del creador hacia Noé, como consta en el Génesis, no dejan lugar a dudas: ‘Que teman y tiemblen ante vosotros todos los animales de la tierra… y queden sujetos a vuestro poder’. Además, según la inquisición, los animales no tenían alma. Así que, ¿qué importaba torturarlos y maltratarlos? Al fin y al cabo, diría Descartes, sólo eran seres autómatas.
A pesar de ello, es evidente que no todos eran de la misma opinión: San Francisco de Asís proclamaba que su origen es el mismo que el nuestro, Locke afirmaba que éstos tienen sentimientos y condenaba la crueldad hacia ellos, y de la misma forma el filósofo inglés Jeremy Bentham y Russeau defendían su capacidad sintiente como argumento en pro de un trato digno. Pero la Iglesia seguía en sus trece, al grado de que en 1987 el Diccionario Católico afirmaba: -los animales- ‘no tienen derechos. Los brutos han sido creados para el hombre, que tiene sobre ellos los mismos derechos que sobre las plantas y las piedras’.
Curiosamente, apenas unos años después, en 1905, y a varios kilómetros de distancia, Natsume Soseki haría un divertido ejercicio de imaginación que a su vez demostraría que, en el fondo, algunos siempre han tenido consideración por los animales. O al menos, por los domésticos…
Soy un gato fue tal muestra. Esta novela, la primera del autor, publicada por entregas entre 1905 y 1906, tiene como obvio protagonista a un felino japonés que, a pesar de su falta de nombre, observa, critica y se burla de su alrededor: de su dueño, el maestro de inglés de apellido Kushami; de la esposa y de los amigos de éste, así como de la criada y de las tres pequeñas hijas del matrimonio.
Pero el gato, ya sabemos, no ha sido el único amigo del hombre. Es el perro quien ostenta el título de ‘mejor amigo’ y como tal, no podía faltar un libro desde su perspectiva: Flush, una biografía, escrito por Virginia Woolf en 1933, retoma como personaje principal al famoso cocker spaniel de la gran poeta inglesa Elizabeth Barrett, nacida en 1806 en medio de la sociedad victoriana.
Sin embargo, resulta curioso comparar estas dos obras, ya sea por mero gusto o porque la eterna dicotomía perro-gato parece estar perfecta y azarosamente reflejada en ellas. Porque claro, si el trato hacia un perro es necesariamente distinto al que se tiene hacia un gato, las novelas que cada uno protagoniza deben serlo también:
El Gato de Soseki, aunque joven, pronto muestra su temperamento felino. Aquellos que ven en los gatos en general una muestra de soberbia y altanería, casi ven confirmadas sus ideas al leer los juicios del pequeño protagonista, quien pronto deja ver que encuentra a su amo tan ridículo que hasta se ríe de él en su cara. El colmo es que tal risa es tomada por el maestro como un ronroneo que lo complace enormemente, para mayor deleite del peludo narrador…
Flush, en cambio, nunca toma la palabra. El Gato se cuenta a sí mismo, retomando el espíritu divino que alguna vez tuvo, al construir su propia historia. Flush, aunque es el protagonista de la novela, necesita un narrador que explique sus acciones, generalmente causadas por el instinto o la emoción. Así, vemos que el pequeño cachorro Flush es dejado en el hogar de una enfermiza Elizabeth Barrett después de una breve vida de libertad campestre, pero es el Gato de Soseki quien nos cuenta, con un leve aire de pena, que fue alejado por mera saña, siendo apenas un bebé, de quien hasta entonces era la persona –persona, no ser- más importante de su vida: su madre.
Las diferencias son evidentes, más allá de la genética: los razonamientos de Flush son fruto del condicionamiento: solo después de un par de mordidas y castigos, entiende que morder y ser hostil con el enamorado –el también poeta Robert Browning- de su dueña es lo último que debería hacer, aunque es la última fase de su pensamiento lo que enternece al lector: ‘Amaba a miss Barret -…- Morder a míster Browning era morder también a ella -…- Míster Browning era miss Barrett. Miss Barret era míster Browning; el amor es odio y el odio es amor’. Es solo tras estas líneas que Flush se redime y olvida sus celos por el pretendiente de su ama, llegando incluso a apreciarlo y, en su momento, a amarlo.
El Gato, en cambio, da pocas señales de cariño. En un principio se contenta con permanecer cerca del maestro, quien a final de cuentas lo ha dejado quedarse en la casa –antes de eso, la criada insistía en echar a la calle al gatito vagabundo- y hasta llega a contar que considera un deporte saltar y pegar la espalda de las niñas. Aunque él ciertamente no se devana los sesos intentando comprender sus propias emociones. Sabe perfectamente, después de un periodo de adoctrinamiento con otros gatos del vecindario, lo que quiere. Para él, es más divertido observar a su alrededor: los inútiles esfuerzos del maestro por aparentar saber y ser más de lo que es, el lío amoroso de Kangetsu, el estudiante de Ciencias amigo de la familia, y las estrafalarias historias y bromas de Meitei, un hombre que cualquiera se preguntaría cómo presume amistad con el maestro que siempre parece censurarlo. Es, además, versado en historia japonesa: leer Soy un gato le asegura a uno como lector terminar conociendo al menos un bosquejo de los albores de aquel país.
Pero es Flush quien, como ‘mejor amigo’ en este caso de la mujer, se lleva el trofeo como el animal querido: podemos ver a Elizabeth Barrett desesperada cuando unos secuestradores de perros se lo llevan, exigiendo la cantidad de 20 libras para devolverlo. Y también es obvio su cariño por él cuando lo incluye en sus planes para escapar de la sobreprotectora casa paterna rumbo a Italia. Y es en aquel país donde Flush vuelve a saborear la libertad: lejos de la rígida vida de Londres, en donde la etiqueta se extendía hasta a los perros, corre libremente por las calles de la ciudad, conociendo de nuevo caninos que no ostentan ningún abolengo ni se preocupan por ello.
En tanto, el Gato ni siquiera tiene nombre. Y Villoro dice que aquello que no tiene nombre es impredecible: ¿a qué nos atenemos ante aquello que no se nombra? Aunque quizás, esta sea una interpretación muy amable. Lo más probable es que el Gato no tenga nombre porque para la familia Kushami, su naturaleza felina es más que suficiente para reconocerlo. Mientras Elizabeth Barrett presumía en sus cartas las actitudes de Flush como evidencias de individualidad, para los Kushami y amigos el gato no es un ser único, sino una repetición de otros tantos. Villoro continúa –en La significación del silencio- afirmando que nombrar a la cosa es hacerla nuestra. Es decir: el gato cohabita con la familia, pero no forma parte de ella. Por eso, continuamente vemos que se le hace de menos: el maestro no se inmuta ante los maullidos con los que intenta avisarle que han entrado a robar a la casa, un amigo de la familia lo desdeña porque como gato es ‘obvia’ su inutilidad para detener un robo y hasta sugiere volverlo sopa… incluso, en un momento de distracción, su amo llega a pensar en desollarlo y volverlo un chaleco. Es obvio que si nos enteramos de las vergüenzas de la familia es en venganza por tan macabros pensamientos. A pesar de ello, el Gato es noble: conoce y, con una lealtad que muchos se niegan a reconocer, reprueba los absurdos planes que los vecinos llevan a cabo solo para molestar a su dueño.
Flush es un libro corto y sencillo de leer que apela más hacia la emoción del lector. Es evidente que el receptor ideal debe tener al menos una idea de las costumbres victorianas para aprehenderlo del todo, pero lo esencial son los sentimientos de Flush: su turbación, su excitación, sus miedos y sus regresiones hacia su primigenio pasado como cocker spaniel. En el fondo de su corazón, aún prevalece el instinto de aquellos caninos que corrían libres por las praderas tras cientos de conejos. Leer Flush es tomar la patita del perro amado y querer comprobar en su mirada si acaso alguna pena secreta lo embarga.
Soy un gato es, en cambio, más largo y complicado, como generalmente se sienten los dueños de estos animales: no cabe duda de que en sí –como dicen los estudios- es una crítica hacia las nuevas actitudes occidentalizadas que a principios del siglo pasado se empezaban a percibir en Japón –esto se vuelve más evidentemente conforme se avanza en la lectura-, lo que en el fondo no es más que el recelo hacia el extraño, el extranjero que con sus costumbres amenaza con borrar la identidad… una historia del temor al extraño contada desde la mirada de otro extraño: el Gato, quien con su saber ancestral es capaz de llevarnos de la mano-zarpa, y a carcajadas, hacia un Japón ya acaecido, pero no olvidado.
Usted puede comprar Flush en la Rueca de Gandhi –aunque posiblemente por encargo- en $180, o descargarlo gratis de Internet si su vista se lo permite. Y si le interesa Soy un gato, puede encontrarlo editado por Impedimenta y adquirirlo –probablemente también por encargo- por $443 en físico. O por $109 en e-book.
Hacer Comentario
Haz login para poder hacer un comentario