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    ESTE ERA UN GATO
    Cecilia Muñoz Mora

    Polisemia

    Me recuerdo caminando de la mano de mi padre hacia una tortillería cuya existencia no puedo asegurar actualmente. De repente, frente a nosotros, un gato amarillo. Un hermoso e imperturbable gato amarillo que había logrado con su sola presencia encandilar a mi padre, quien agachado y sonriente, me animó: “Tócalo”. Nunca he vuelto a sentir esa emoción.
    Seguramente aquélla no era la primera vez que había visto un gato. Sin embargo, sí es la primera ocasión que rememoro al respecto y que parece significar algo, tal vez el haber descubierto –sin conciencia de ello– que los gatos esconden en la mirada de desdén la condición de un tiempo entre tiempos, un tiempo muy suyo y apenas compartido. Quizás a partir de entonces me aficioné a los felinos, a su figura, a su presencia y a sus menciones. Por ello, quien me acompañó a cierta mesa de libros, muchos años después de ese gato amarillo, no pareció sorprenderse cuando agarré impulsivamente Éste era un gato, de Luis Arturo Ramos, y lo compré.
    Este era un gato no es, por supuesto, la narración extraordinaria de las aventuras de un gato, sino la crónica de un anciano recién llegado a Veracruz: Roger Copeland, un exmarino que desembarca en el puerto días antes del sexagésimo aniversario de la invasión norteamericana. Sin embargo, quizás podamos aventurar en Copeland cierta condición felina, la de aquellos que ante la llamada del celo desconocen la llamada del hogar y hasta se olvidan de él. Su conquista, una prostituta que le dice llamarse “Triana”, aunque él la bautiza “Tirana”. Un sobrenombre curioso por adecuado en tanto la mal-amante, causa de que Coopeland descuidara sus funciones como soldado.
    A Roger Copeland lo descubrimos, ironía de ironías, a través de la mirilla de otro tipo de francotirador: nuestro narrador, Alberto Bolaño, un joven veinteañero, periodista y de tendencias neofascistas que escudriña a Copeland y lo reconstruye a su antojo. El norteamericano lo intriga y pronto empieza a buscar conexiones entre él y la familia de su mejor amigo, Miguel Ángel Herrador.
    La invasión norteamericana significó para los Herrador la piedra angular sobre la que construirían su infierno familiar. Si Copeland fue un traidor que olvidó a su patria tras enamorarse de una veracruzana cuyo nombre ni siquiera podía pronunciar bien, Sebastián Herrador fue su símil mexicano. Nacido con lo que llamó su vocación al sacrificio, contempla la invasión como una salvación, toda vez que asegura que en Estados Unidos la fe no ha recorrido el camino de perdición que ha corrompido tanto a México. Dispuesto a darlo todo por la resurrección de sus creencias religiosas, Sebastián Herrador colabora con el enemigo ejerciendo el oficio más traidor posible: el de traductor, una herencia que pesa sobre su hijo y su nieto.
    Alberto Bolaño pronto descubre los puntos donde las historias de los Herrador y de Copeland se entrelazan para formar una sola que no ha llegado a término. Pero él no espera el clímax, lo construye. No se satisface con el papel de mero narrador-espectador, sino que especula y reconstruye los relatos del norteamericano a su antojo, rellenando huecos y encontrando conexiones para crear en el futuro unas nuevas. De la misma forma actúa con lo relatado por doña Amparo Chazaro, viuda del primer Herrador. La voz de la señora se desdibuja para llevarnos al pasado, pero contado con las palabras de Bolaño. Conociendo las historias necesarias, Bolaño engaña al lector trasladándolo a escenarios que en la trama interna no han ocurrido pero que son tan plausibles que uno los cree hasta que ocurre el desengaño y la inevitable molestia y confusión de un Alberto que no entiende por qué sus conocidos no actúan como ha especulado. Bolaño se vuelve, pues, el dios de su universo, condenado como la rima infantil que da nombre al libro a la repetición de las desgracias y las traiciones, a pesar de ser él mismo un personaje atado a sus propios giros argumentales.
    Siendo Alberto Bolaño periodista, no es de sorprender su afán por manipular el hecho con el discurso. Al fin y al cabo, ha reconocido la condición desleal de la prensa que no deja de recordar que antes es empresa. Su maestro es Ernesto Herrador, dueño del periódico La Opinión y padre de su amigo Miguel, quien le descubre que los hechos no son lo sucedido, sino lo publicado. No importa cuánto vocifere la pluma del prestigiado editor, pues nunca dejará publicar una palabra contra los verdaderos propietarios del periódico (y de la verdad) y con quienes lo unen los lazos de su matrimonio: los poderosos turcos radicados en Veracruz, dueños de la actividad comercial, de la economía y de los medios.
    Éste era un gato nos remite a un estado infantil, no por la ingenuidad, sino por el esfuerzo por desenmarañar la historia que Alberto Bolaño nos cuenta, tejiendo y destejiendo los hilos de una madeja antigua y sin fin. Buscamos, como los niños, conocer una historia a trozos, leyendo como pequeños detectives que interrogan sin palabras a quien parece estar confesando y que continúa sin esperar el “¿quieres que te lo cuente otra vez?”.
    Luis Arturo Ramos ha reconocido en múltiples ocasiones que esta novela es su obra más ambiciosa. Si desea comprobarlo, la Universidad Veracruzana la editó en 2005 como parte de la colección Ficción, con 308 páginas.

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