Gustavo Ávila Maldonado
Bien sabemos que las guerras son terribles, absurdamente criminales. El mayor ejemplo lo tenemos en la Segunda Guerra Mundial. Se habla de que durante el holocausto nazi murieron mas de seis millones y medio de judíos, pero hay otras fuentes, otras versiones que multiplican esa espantosa cantidad de muertos, si se toma en cuenta un mapa de 42,500 campos de concentración, guetos, factorías de trabajos forzados y otros lugares de detención extendidos a lo largo de buena parte de Europa, de Francia a Rusia.
Esa guerra concluyó, por si no hubiera sido suficiente lo hecho por los nazis, con una acción, con una decisión que cobró cientos de miles de vidas, muchas de éstas en unos cuantos segundos. Estados Unidos, por decisión de su presidente Harry Truman para ser más precisos, lanzó la primera de las dos bombas atómicas sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. El 6 de agosto de 1945 fue un día negro en la historia de la humanidad.
Son de esos días que nadie olvida, que se recuerda dónde estaba uno en ese trágico momento. Como el día que mataron al presidente Kennedy, yo estaba estudiando en Veracruz, el día que el hombre llegó por primera vez a la luna, me enteré por el radio en San Luis Potosí, y aquí en México, el día del terremoto de 1985, yo vivía en la capital, o el día que mataron al candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio. Me encontraba con mi compadre Fernando Castro en las oficinas de la Delegación del Trabajo en Querétaro.
En el principio del fin, el proyecto de construcción de la bomba, conocido como “Proyecto Manhattan”, se inició en 1942, a partir del cual EEUU y Gran Bretaña tenían puesto su objetivo en la fabricación de la primera bomba atómica. Como para evitar fallas de última hora, antes de que se produjera el lanzamiento sobre la ciudad de Hiroshima, se había experimentado el mismo y las consecuencias de la bomba, en Los Álamos, Nuevo México.
Hoy, hace justo setenta años, aquel 6 de agosto de 1945, la bomba atómica se lanzó sobre Hiroshima desde el “Enola Gay”, una fortaleza aérea, el B 29. Este avión fue el mayor bombardero construido durante la II Guerra Mundial; se podían disparar cuatro bombas. La tripulación del “Enola Gay” estaba formada por Ferebee (bombardero), el coronel Tibbets (piloto y comandante) y los capitanes Van Kerk y Lewis.
Hiroshima era una ciudad japonesa que aquel día trágico contaba con 300,000 habitantes. Tan increíble era que un ataque de tal magnitud sucediera, que la mañana de la explosión la gente no dejó sus tareas cotidianas, pese al aviso de la presencia de un avión enemigo sobrevolando la zona.
Sin embargo, tal y como se había previsto, a las 8h 15´ 17´´ se produjo el lanzamiento de esa primera bomba atómica sobre Hiroshima. Después, pasados unos segundos, una nube de humo de 12 km de altura se elevó sobre el cielo, dejando entrever las terribles consecuencias derivadas de la explosión. El lugar se había convertido en una gran bola de fuego en cuyo interno la temperatura rozaba decenas de miles de grados. Aun desde el aire la tripulación observó que a 600 km todavía era visible la enorme nube. Unos segundos habían bastado para que 48,000 edificios fuesen destruidos, 80,000 personas muriesen y 17,000 desaparecieran “volatilizadas”.
Como a pesar del terrible y criminal ataque los japoneses no daban muchas muestras de rendirse, el 9 de agosto, otro B 29, “el Bockscar”, lanzó una bomba nuclear de plutonio, ahora sobre Nagasaki. Los efectos, aunque esta vez no fueron tan espantosos, si fueron suficientes para que Japón pidiera la rendición incondicional a los gringos; después de 6 años y un día, la II Guerra Mundial había terminado.
Veinte años después de las explosiones, las secuelas se dejaban sentir todavía y siguieron falleciendo supervivientes que, aunque superaron los primeros efectos, no fueron capaces de hacer frente a los nocivos efectos radioactivos posteriores.
Por increíble que parezca, cuatro décadas después del bombardeo atómico, Hiroshima era una ciudad reconstruida y próspera, pero la herida causada en 1945 no estaba, y no está, para nada cerrada.
Tras la tragedia, para bien o para mal, la ciudad nipona se convirtió en un símbolo contra las guerras, cuyo lema es simple pero muy claro: “Hiroshima, nunca más”. Hoy lo recordamos con un profundo recuerdo de solidaridad.
*Ni político, ni periodista, simplemente amigo.
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