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    Emilio Cárdenas Escobosa
    De interés público 

    Ningún acontecimiento deportivo suscita tanta emoción en los habitantes de nuestro planeta como el fútbol, espectáculo de masas que desde siempre ha sido objeto de utilización política, ya sea por su función de detonador social, de sustituto contemporáneo de la religión, de amplificador de las pasiones nacionales o locales, de vehículo para exaltar lo que se pretenden virtudes de la colectividad como solidaridad, compañerismo, espíritu de sacrificio, sentido del deber, sentido del territorio, anticipación al adversario u olfato goleador, personificadas en los jugadores.
    Por eso el fútbol y la política tienen más en común de lo que nos imaginamos: los dos implican procesos organizativos y colectivos que se vinculan con el propósito de vencer o convencer al otro. La política como el fútbol tiene como fin último dominar al rival, ganarle al equipo de enfrente a como dé lugar. Ambos son pasionales, viscerales y despiertan torrentes de amores y odios. Fútbol y política son juegos colectivos, requieren de gente que crea necesario participar en estos procesos y hacerlo de manera tal que resulte gozoso, o al menos divertido, hacer o ver como se hacen gambetas, goles o jugadas de fantasía, sean éstas futbolísticas o políticas.
    Visto de esta manera, el fútbol pasa a ser un espejo de nuestras sociedades. Favorece el despliegue de las energías y las pulsiones colectivas, las proyecciones imaginarias y los fanatismos patrióticos. Por ello ha sido usado para el mantenimiento de nuestro nacionalismo y la cohesión en torno a proyectos políticos o regímenes gubernamentales, sin que muchas veces pueda evitarse el dar pábulo a arrebatos, explosión de frustraciones o violencia en los estadios ante situaciones límite que enfrentan los equipos en su transitar por la liga o en ocasión de encuentros internacionales, que es cuando el fútbol adquiere la apariencia de una guerra ritual, provista de una parafernalia tal que en su paroxismo es reveladora, en muchos sentidos, de los vicios y virtudes de un país o de una comunidad.Por eso es regla general que los líderes políticos asistan a los partidos de mayor atracción para mostrar su empatía con la pasión del fútbol o reciban a los jugadores que ganan campeonatos.
    En el fútbol siempre queremos ganar, pero ¿ganamos algo en realidad? Al término del encuentro, se haya ganado el torneo, calificado o no nuestro equipo, se haya salvado o no del descenso, más allá de los arrebatos o la euforia, emerge nuestra cotidianidad y nos regresa al estatus de simples espectadores y consumidores del futbol o de la política. Ya vendrán, como siempre, los discursos y el aprovechamiento político por la victoria o, según el caso, las justificaciones de lo que pudo haber sido y no fue o de que lo mejor está por llegar en el próximo torneo.
    Quizá lo más importante y rescatable de la loca pasión por este inabarcable fenómeno de masas es que al sufrido ciudadano el fútbol le ofrece la esperanza e identidad que, las más de las veces, no reconocen en la política.
    Por eso hay que disfrutar ampliamente la memorable victoria de México sobre Brasil en la final del torneo olímpico de fútbol en Londres, y el cúmulo de emociones que despertó este hecho y la exaltación de patriotismo y orgullo por contar, al fin, con un equipo campeón.
    A recibirlos como héroes y a emocionarnos con las medallas obtenidas, antes de volver a nuestra compleja y las más de las veces desalentadora cotidianeidad.

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