Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
Compañera de viaje. Colombiana de nacimiento, mexicana por mandato de la vida. Casada con ingeniero de la entonces gigante constructora ICA, que la llevó a campamentos selváticos sin internet ni naves vertiginosas para salvar urgencias, donde la fauna de películas se hacía realmente presente, con la suerte de que, en tantos años, nunca le tocara una ponzoña ni a ella ni a los suyos. Madre de muchos, para el promedio contemporáneo, que no en comparación con ella y sus hermanos -algunos más-, observadora aguda, informada, amable y siempre dispuesta a la buena conversación.
Comparte historias desgarradoras: amigos, primos, conocidos arrebatados a la vida por la guerrilla o la antiguerrilla, por los pseudo buenos y los pseudo malos, impuestos revolucionarios –allá se llaman “vacunas”– que a veces ni siquiera surten efecto y, de todos modos, no impiden el secuestro, la tortura, la incertidumbre, la muerte, el dolor total. Sufre recordando la historia de la tía que murió sin conocer la paz: “quiero ver el cadáver de mi hijo, saber si realmente falleció…”
Reconoce éxitos de las autoridades de Colombia (los convoyes militares para permitir los viajes de la gente en su país, antes de eso secuestrada e impedida de trasladarse de sitio a otro, por ejemplo) y lamenta fracasos: “El Presidente Juan Manuel Santos fue el verdadero artífice de los éxitos de su antecesor, Álvaro Uribe, pero increíblemente hoy el Presidente está paralizado, no se nota que haga nada; se percibe un cierto retroceso”.
Y entonces es inevitable que uno refiera a México: la vida en un albur, la [mala] fortuna de toparse en una esquina con el drogadicto que, a pesar de agenciarse el botín, decide acuchillar, “nomás por barbas”, el secuestro que se urde desde la impunidad, a veces desde la misma fuerza pública, la patética realidad que implica la violación permanente de cuantas normas se expidan dizque para corregir lo que -todos sabemos- nunca podrá cambiarse a golpe de decretos, la frustración de una generación a la que se priva no sólo de un futuro halagüeño sino incluso de la posibilidad de acudir sin peligro a una fiesta o a un “antro”, los cientos de miles de delitos –el saqueo de casas habitación, el fraude, el “cristalazo”– que se tornan irrelevantes frente a los homicidios a mansalva, las decapitaciones, el lavado de dinero, la intoxicación de millones con drogas “naturales” y de diseño y hasta la venta de medicamentos piratas que matan a los enfermos sin que importe un bledo a quienes los fabrican y a quienes los venden, el fracaso del aparato de justicia y las redes de corrupción que todo embarran, todo.
Visto el caso de una anciana campesina, la parcela de cuyo esposo no alcanza tres hectáreas, a la que infaustos e infames cautivadores privan violentamente de su libertad –arrancándola de su pequeña y pobre casa– para exigir dos millones de pesos de rescate; sabido que Hugo Trinidad Venancio de 21 años, Gildardo Mar Durán de 57 (ex policía auxiliar del Distrito Federal), Gilberto Mar Álvarez de 23, Demetrio Tolentino Patricio de 32, Maribel Patricia Soto de 31 y Crescencio Cruz María de 34, están confesos del asesinato premeditado de cinco policías de Tlachichilco a quienes esperaron escondidos largo tiempo para emboscar y literalmente desbaratar a balazos y apoderarse de un botín de cero pesos –recursos del programa Oportunidades que ya habían sido entregados a sus beneficiarios–; enlistados los abusos sexuales, las violaciones, el acoso escolar, los padres golpeados por sus hijos y los hijos abandonados… uno tiene que preguntarse, inexorablemente, ¿por qué hemos llegado a esto?
Mi vecina de asiento lo tiene claro: “es la ausencia de Dios”, afirma segura. Y es una respuesta que me impacta y que, bien mirada, parece explicar el fondo del problema. Me convence; parece que, en efecto, estamos perdiendo a Dios. Y la pérdida no es, como pudiera pensarse, en la perspectiva del Dios castigador, del temor al poderoso juez de dedo flamígero, cuyo sentencia posible preocupa cada vez menos a su rebaño; no se está disolviendo al Dios de furia que pudiera imaginarse en algunos duros segmentos de la Tora, el Evangelio o el Corán, al poderoso observador de actos y omisiones, dueño de almas y destinos, no…
Entiendo que el extravío, la omisión, tiene que ver más con el Dios del amor, de la comprensión, de la ternura, del perdón. Es el Dios que no exige inviolable adhesión a una causa religiosa en particular, pero que sitúa la existencia en motivos que van más allá de lo terrenal, de lo inmediato, el Dios que invita a cultivar el espíritu. Parece un hecho irrebatible que la brutal violencia que transitamos y la pérdida de convivencia responden a una visión en extremo utilitaria y pragmática de la vida: todo el beneficio, aquí y ahora, a cambio del menor costo, del menor esfuerzo, del menor compromiso, todo recibir y poco o nada dar a cambio; la mayor satisfacción posible y, junto a ella, la menor responsabilidad. Gozo y placer sin límites, pues. La vida sin esperanzas: pesos en mano que sueños de gloria volando.
La acumulación, el dinero fácil, el engaño, el infundio y la persistente y contumaz transgresión de las normas no pueden, no podrían ser consistentes con ése Dios del amor.
Soy apasionado defensor del consumo, pero no del que esclaviza y frustra cuando no se satisface, no del que sustituye la esencia del alma con materia; creo en la vida cómoda y con satisfactores, me gustan las cosas buenas, pero nunca cuando éstas significan sufrimiento y privación para otros. Creo -lo dice la Escritura- en el fruto del trabajo y el derecho a su disfrute. El Dios que estamos olvidando es el que impide que se goce de la fortuna, del poder, del prestigio, cuando éstos se han construido con base en el dolor y la aflicción de otros. ¿De veras le rinde el dinero a un ladrón?, ¿en serio se puede disfrutar el botín de un secuestro?, ¿no existe remordimiento para el asesino o el narcotraficante?, ¿habrá algún prurito en los proveedores de quienes mueren por sobredosis?, ¿gozará quien ha causado daño irreparable a un País o a una comunidad?
Dice Sabines: “Dios bendiga a Dios”; habría que agregarle: y que nos lo preste un rato, que mucha falta nos hace.
La Botica 2.- Abrazo afectuoso para Arturo Bermúdez Zurita, Nabor Nava y sus acompañantes. Feliz [re] nacimiento.
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