Destacado

    Seda Libro

    Cecilia Muñoz

    “Ésta no es una novela. Ni siquiera es un cuento. Ésta es una historia. Empieza con un hombre que atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe”.
    De esta manera, la contraportada de Seda se autopresenta. Parece prometer otorgando al futuro lector apenas unas migas de lo que serán las páginas. E incluso las mismas páginas son en sí mismas apenas puntadas tras una figura. Este es el libro del italiano Alesandro Baricco, quien se vio catapultado a la fama después de que su obra viera la luz. Y no es sorpresa.
    Seda es un trozo de Hervé Joncour, un francés que en el siglo XIX, en un pueblo llamado Lavilledieu (o bien, “la ciudad de Dios”), se dedica a comprar y vender gusanos de seda. Está casado con Hélene, sin hijos. Viaja cuatro meses al año y el resto, descansa. “Era, por otra parte, uno de esos hombres a los que les gusta asistir su propia vida, considerando impropia cualquier ambición de vivirla”. Y de la misma forma, gracias a un narrador apenas descriptivo, el lector tiene la sensación de estar asistiendo a una vida ajena, de estar detrás de una ventana observando al vecino que vive sin sobresaltos, en línea recta hasta el fin. Hervé Joncour es, pues, una ensoñación.
    Gracias a su oficio Hervé es un viajero, aunque sus excursiones se limiten a llegar a Siria y Egipto a comprar huevecillos de gusanos de seda y retornar. Sin embargo, a inicios de 1860 una epidemia enferma los huevos de seda de todo el mundo, lo que parece presagiar el fin del negocio. Pero Balbadiu, el mecenas de la seda en Lavilledieu, tiene otros planes. Sabe que en Japón hay huevos sanos. Debe haberlos, puesto que es una nación cerrada al comercio y a los extranjeros. Nadie entra para apropiarse de tan valiosa mercancía. Hervé Joncour por ello emprende una travesía ilegal hacia el país nipón… pero esta no es la historia de Seda.
    La historia de Seda tiene que ver con la llegada a un pueblo japonés y con una muchacha —cuyos ojos no tienen aspecto oriental— que lo mira desde los pies de Hara Kei, el jefe de la aldea y quien le proporciona los huevos. Tiene que ver con un anhelado retorno a Japón y con la misma muchacha que lo mira, a la que mira. Tiene que ver con una jaula llena de aves a las que la muchacha deja escapar. Y con Hara Kei despreocupado: “Volverán. Siempre es difícil resistir la tentación de volver, ¿no es verdad?”. Baricco antes nos ha informado que “los hombres para honrar la fidelidad de sus amantes, no acostumbraban regalarles joyas: sino pájaros refinados y bellísimos”. Y lo pájaros vuelven. La jaula es amplia; el cielo, eterno.
    Hervé Joncour tiene tres historias: la de las miradas con la muchacha con rostro de chiquilla y sin ojos rasgados; la de Hélene, a la que siempre amará; y la suya, la del comprador de gusanos hecho a trozos, en líneas suaves apenas adivinadas por el agua.
    Seda es un libro que, pese a su extensión engañadoramente larga, se lee rápidamente. Sus capítulos son cortos, pero líricos. No hay línea que no busque encontrar un punto donde pegar al lector, de emocionarlo, como si cada palabra buscara desesperada volverse un trozo de haiku. Es fragmentos entretejidos de claridad y expectación. Es, asimismo, la prueba de que el libro impreso no puede morir: Rébecca Dautremer, ilustradora francesa, le regala a Seda el complemento perfecto. Sus dibujos, de líneas claras y sobrias, dialogan con la narración como un espejo. Éstos generan, además, un segunda lectura, o quizás una primera más detallada, capaz de volver tangible a Hervé Joncour y a sus pájaros al vuelo.

    Hacer Comentario