Durante mis años como correctora “periodística” he visto mucho, y a veces creo que hasta todo. Conozco el sabor de una nota de Deportes bien elaborada y la terrible redacción de una policiaca; he leído de resucitados que se levantan de la muerte para llamar por teléfono y avisar que ya estaban apestando, para después volverse a morir; incluso tuve que revisar la nota de una mujer que CASI se había rebanado la mano trabajando como despachadora de jamón. Jamás entendí por qué eso era relevante y noticioso.
En general, he peleado con gerundios mal empleados, he discutido por el uso de la aposición (búsquela en Google), me he preguntado por qué nadie usa correctamente el punto y coma, y me he quedado muda ante columnas de tres páginas sin una sola coma ni un párrafo.
He aprendido, pues, para la desgracia de mis ilusiones infantiles, que ser periodista no significa ser escritor, sino redactor. Y a veces, ni eso.
La mayor parte del tiempo, aquellos que se ufanan de ejercer el noble oficio de la información no son más que transcriptores, seguidores de guiones preestablecidos que, aún no entiendo cómo, se legan de generación en generación de egresados de Comunicación.
Cuando me siento amable, los llamo “cronistas de decires”: me los imagino en la rueda de prensa de algún funcionario público o aspirante a serlo con sus brazos extendidos, grabadora en mano, atentos a cada palabra que luego, llegando a su oficina, o a donde tengan una computadora, vomitarán sobre Word con la mayor exactitud posible, sin interpretar, sin analizar y sin —como mínimo— ordenar.
La mayor parte del tiempo, el funcionario solo “dijo” algo. Aunque Gideon Lichfield (La declarocracia en la prensa, en Letras Libres) haya acuñado una lista de 47 sinónimos para la dichosa palabra, el reportero pareciera tan solo conocer esa. No importa si se habla de una revelación de abuso sexual, de un programa social que ha fracasado o de una supuesta malversación de fondos: todo fue dicho, y nunca revelado, admitido o acusado. Aunque, para ser justos, a veces estas declaraciones son “aseveradas” o “señaladas”. Y cuando la prensa funciona como un obvio intermediario entre el gobierno y el pueblo (pero no al revés), o como mensajera entre diversos representantes políticos, se usa la fórmula que menos me gusta: “hacer un exhorto”. ¿No basta con un mero “exhortar”?
Para el mismo Lichfield, esta afluencia de los sinónimos de “dijo”, conocidos como dijónimos, es la prueba de que en la prensa mexicana “las noticias no son lo que hay de nuevo, sino lo que haya dicho alguien importante”. Por esta razón, me he visto frente a textos que sugieren que es noticia que alguien haya afirmado que pegarle a las mujeres, que robar dinero público, que no cumplir lo que se prometió “está mal”. Y bueno, ¿eso no lo sabemos ya?
Señores y señoras periodistas: somos lectores. Somos ciudadanos. Y queremos saber más allá de lo que algún diputado, alcalde, gobernador o representante de oficina se digne a declarar. Queremos periodistas que investiguen, que pregunten, que sean incisivos. Y que sepan que es su mente, no su grabadora, su mejor herramienta de trabajo. Por favor.
Por dignidad.

Hacer Comentario
Haz login para poder hacer un comentario