Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
Con cariño, gratitud y esperanza para Ramón
Darío Salomón Carmona, buen compañero y mejor amigo.
Cuando recibí la invitación para ser director de “La Bancaria” (el Sistema de Seguridad Industrial, Bancaria y Comercial del Estado de Veracruz), cuatro o cinco buenos amigos me manifestaron abiertamente su preocupación. Era 2005, tiempo de Vicente Fox; aún no había “Guerra contra el Narco” pero los problemas de violencia ganaban notoriedad y algunas zonas del país como Ciudad Juárez ya vivían en ‘el infierno’; me decían que era una chamba difícil, peligrosa, para la que yo no estaba entrenado –algo absolutamente cierto– y que la oferta contenía buena dosis de malicia, que me condenaba por anticipado a un fracaso profesional anunciado, independientemente de la incongruencia entre mi experiencia previa en el servicio público y las necesidades de un cargo policial. Incluso, ya que había tomado posesión, hubo alguien que viajó de lejos, ex profeso, para pedirme que por favor reconsiderara, que de ser necesario “me enfermara” y diera las gracias.
Y no era para menos, la verdad. Además del riesgo potencial, al “SSIBC” lo aquejaban múltiples problemas; probablemente el peor de ellos el profundo descrédito que afectaba a la dependencia, a la que de “caja chica/grandotota” no se le bajaba, por no hablar de los abusos contra el personal documentados en algunas comandancias, el desánimo de los empleados, la insuficiencia y obsolescencia del armamento y equipo, la falta de capacitación –que ponía en constante peligro a los oficiales–, el escaso orden administrativo y la opacidad institucionalizada.
Pero lo peor de todo era la quiebra técnica: contrariamente a lo que se suponía, las perspectivas económicas eran penosas: los ingresos apenas alcanzaban –raspados, muy raspados– para cubrir los gastos de nómina y algo más del gasto corriente (rentas, luz, teléfonos, un poco de gasolina, no la necesaria), pero las posibilidades de inversión, renovación, mantenimiento y ampliación del patrimonio eran pírricas y ya no digo las de mejorar las condiciones de vida de los policías y sus familias… y los pasivos crecían. La célebre caja chica se había convertido en un hoyo negro de dimensiones astronómicas (en proporción al tamaño de la dependencia). Fue allí donde identifiqué el verdadero peligro: en la situación financiera y no en la gestión policiaca.
Recuerdo mi “estreno” administrativo: faltaba un día para el pago de la quincena –la primera que me tocaba cubrir como director–, había menos de 9 millones de pesos en caja y teníamos que liquidar más de once millones en 12 horas, para dar tiempo a las transferencias bancarias. Ese fin de semana acabé en el hospital de la doctora Pitalúa con una úlcera intestinal sangrante. Por fortuna, los empleados recibieron sus sueldos a tiempo, en ésa y en todas las quincenas en que estuve a cargo, sin un minuto de retraso en los pagos. ¿La fórmula?: escuché los consejos del personal directivo de la institución, que sabían de lo que hablaban. Debo decir que en el nivel central, contrariamente a lo que ocurría en algunas de las comandancias, me encontré que los funcionarios eran gente de bien; los ratifiqué prácticamente a todos y a la distancia no hay duda de que fue la mejor decisión: trabajaron honradamente, con todas sus capacidades, con compromiso y lealtad a la dependencia. Gané entre ellos muchos amigos, igual que entre la tropa.
Tuve el gran privilegio de conocer, como jefe directo, al General de División Rigoberto Rivera Hernández, un militar de carrera intachable, de prestigio internacional, al que sus prendas profesionales y su experiencia en la milicia no le bastaron para superar las perversiones intrínsecas de la política y la lucha por el poder. Conservo de él un gratísimo recuerdo. Veracruz perdió a un buen servidor público.
Unos meses después el Congreso del Estado aprobó por unanimidad la iniciativa de ley del Gobernador que convertía al SSIBC en el Instituto de Policía Auxiliar y Protección Patrimonial, el IPAX. No fue un mero cambio de nombre: se constituyó como un organismo público descentralizado con patrimonio propio y autonomía de gestión, se estableció el sistema gerencial y la administración por objetivos, se fijaron como principios de operación la mejora continua, la atención a los clientes y la superación del personal. Se dio al IPAX el rango de organismo auxiliar de seguridad pública y se consolidó, con todas sus letras, el carácter de policías –servidores públicos– de sus elementos. Se estableció una junta de gobierno, por cierto nada complaciente.
Se diseñó y puso en operación –a precio ridículamente bajo– un sofisticado sistema integral de administración que permitió transparentar 100% la gestión administrativa bajo una sencilla ecuación: turno trabajado, turno facturado, turno pagado; se estableció –al principio con resistencias, luego con felicidad de la tropa– el pago electrónico a través de tarjetas de débito; con ello se puso fin a décadas de abusos con los pagos en efectivo (descuentos indebidos, extravíos, comisiones, coacciones, etc.) y se aumentó el crédito de los trabajadores de la dependencia. Se creó a pedido nuestro la contraloría interna. Prácticamente se acabaron los desvíos financieros y la administración se transparentó en su totalidad. En esos tres años no hubo observaciones ni recomendaciones relevantes en las auditorías que recibíamos en racimo, incluyendo las pesadas y frecuentes revisiones de la Secretaría de la Defensa Nacional.
El desarrollo humano se tornó en un propósito obsesivo: casi mil policías obtuvieron sus certificados de primaria, secundaria y preparatoria, una veintena se tituló de estudios profesionales; creamos becas para policías y sus hijos; se impartieron talleres y clínicas de lo habido y por haber: defensa policial, arme y desarme, custodia personal, custodia de valores, orden militar cerrado, orden abierto, judo, tae kwon do, acondicionamiento físico, primeros auxilios, informática. Decenas de programas académicos se llevaron a las comandancias. Se profesionalizaron los servicios de escolta. Pero lo más importante fue el programa de capacitación policial permanente en la Academia Estatal de Policía, por el que transitaron ¡más de tres mil! policías auxiliares. El resultado fue evidente: no nos mataron a un sólo elemento en servicio, a pesar de que hablamos de decenas de miles de turnos.
Se creó la caja de ahorro. Se creó la cooperativa de consumo. En tres años, casi el 100% del personal obtuvo préstamos de diverso tipo a intereses inferiores a los bancarios. Los ingresos incrementaron –en esos 3 años– casi un 12.5%, por encima de la inflación acumulada. Se cuadruplicaron los créditos hipotecarios para viviendas. Se adquirieron patrullas, armas, municiones, uniformes, equipo antimotines, chalecos antibalas y otros instrumentos policiales, se renovaron las radiocomunicaciones… Las finanzas se estabilizaron y el IPAX se volvió superavitario (en libros), apareciendo entonces otro problema: las deudas públicas y privadas por servicios prestados e impagos. Se hizo un deporte de los reporteros preguntar por los adeudos.
Si alguien pensó que hacía yo el ridículo al uniformarme y participar en las ceremonias cívicas, se equivocó; lo hice con convicción y gran gusto: fue un orgullo portar las insignias de la corporación, como también encabezar los operativos que mucho me enseñaron sobre las penurias del incomprendido e infravalorado trabajo de miles de buenos policías que cada segundo exponen sus vidas, sin la menor gratitud ni reconocimiento de la sociedad a la que sirven y que sólo son visibles cuando las cosas fallan o alguno de ellos abusa de su función. Uniformarme era hacerme su igual, una forma de mostrar a la tropa el reconocimiento por su trabajo, por su sacrificio (empezando por el patrimonial: ser policía es sinónimo, cuando hay honestidad de por medio, de pobreza explicable).
Un intenso –y exitoso– programa de comunicación social cambió las cosas: los medios fueron grandes aliados para lograr que los propios policías auxiliares pasaran de la frustración al orgullo de pertenencia, a lo que contribuyeron las decenas de actividades culturales (conciertos, ediciones, discos, conferencias, concursos nacionales de letras, programas de radio y televisión) y, hay que decirlo, los buenos resultados en el trabajo de protección patrimonial y cuidado de los veracruzanos.
El IPAX, con su nueva cara, cumple 50 años y es motivo de orgullo para Veracruz. Felicidades a los 6 mil 500 servidores públicos que hacen posible la más grande corporación de seguridad del Sureste de México. Lo he dicho antes y hoy lo reitero, enfático: siempre estaré agradecido por esa única e irrepetible experiencia de servicio público. (Y… por cierto, no hice ningún pago directo al ISSSTE).
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