Juan Antonio Nemi Dib
Historias de Cosas Pequeñas
La pregunta es simple, clara y concreta: ¿damos a los demás lo mismo que exigimos de ellos? Pero fácil y todo, esta cuestión encierra una gran cantidad de matices e implicaciones: vivimos bajo el principio de equidad o nos “concedemos” prerrogativas que le negamos a los otros; actuamos con responsabilidad y solidaridad respecto de la comunidad en la que vivimos o esperamos que dicha comunidad nos reconozca un estatuto superior, es decir, nos sentimos merecedores de prebendas y privilegios; concedemos a los nuestros los mismos criterios para enjuiciar sus acciones o esperamos que las leyes se apliquen con rigor en la camisa pero no en el cuero, como en el famoso apotegma: la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre.Cualquier comunidad sustentada en ventajas para unos significa desventajas para otros; puede que esas condiciones se prolonguen en el tiempo, por medios más o menos ingeniosos, más o menos visibles y más o menos violentos, pero los privilegios siempre son granitos que van llenando el buche y tarde o temprano derivan en conflictos que –la historia lo demuestra– generalmente hacen corresponder la furia de los oprimidos al nivel de abuso que sufren: a mayor explotación y privilegio, mayor ira contenida en las víctimas, ira que en su momento estalla.
Y podría pensarse/justificarse que la culpa de esto la tienen las instituciones que son incapaces de garantizar a todos condiciones equitativas de vida, independientemente de las características personales de cada individuo, como su origen étnico, su potencial intelectual, sus creencias, preferencias o sus peculiaridades físicas; hay incluso quienes dicen -en esencia los anarquistas- que todas las organizaciones, sin excepción, están diseñadas con el fin único de explotar y sacar provecho, así se muestren engañosamente altruistas y compasivas y exigen la disolución de toda institución que pueda significar mandato u opresión de unos contra otros, incluyendo todas las leyes y todos los sistemas legales a los que califican de meros sistemas de tiranía y ventaja, más o menos rebuscados, más o menos humanitarios. “El Estado, y todo el engranaje legal en que se funda, son el instrumento perfecto para la explotación del proletariado por parte de la burguesía”, dice el marxismo ortodoxo.
De ese enfoque surge otra discusión histórica: ¿podemos los seres humanos vivir sin leyes?, ¿podemos convivir libres de instituciones que regulen nuestra conducta, que califiquen la legalidad o ilegalidad de nuestras acciones, que sancionen las faltas, que recompensen a las víctimas, que impartan justicia, que compensen las carencias de los débiles y vulnerables?
Pero el truco de toda esta discusión, que se acerca mucho a lo bizantino, es desviar su eje hacia las instituciones, convertir el asunto en algo teórico, cuando en realidad se trata de una cuestión igualmente práctica y concreta: ¿qué hacemos nosotros, las personas, para que esas condiciones de equidad realmente funcionen y se haga realidad una sociedad sin privilegios?
En este ámbito, de la conducta personal, los más cuestionados son los políticos, los gobernantes, los administradores públicos y los responsables de la toma de decisiones que afectan a la comunidad, a quienes –por lo visible de sus actividades, por lo que sus determinaciones influyen en la vida de otros y porque generalmente sus quehaceres afectan, para mal o para bien, el patrimonio social, los bienes de todos–, se les juzga responsables de lo que ocurre; y cómo no, si parece un [des] propósito persistente y logrado de los políticos de todo el mundo acreditar y demostrar con hechos tangibles la convicción popular de que no existe un hombre con poder que sea honrado ni un administrador público eficiente sobre la faz de la tierra, como no hay -tampoco- ejercicio político honorable y sujeto al interés popular.
Y, muy nuestro, se sigue el argumento de que los ciudadanos no estamos obligados a cumplir las leyes si nuestros gobernantes no lo hacen y si los espacios de representación política sólo parecen servir para el provecho de quienes los ejercen. A partir de allí, es posible cualquier justificación: “mejor no pago impuestos, para que no se los roben”; “si el vecino no respeta mi sueño, no tengo por qué respetar el suyo”; “me pasé el alto porque realmente tenía prisa e iba a algo muy importante”; “puedo gastar el agua tanto como quiera, si yo la pago”; “la bronca es de ella porque no se cuidó, si se empanzonó, es muy su problema, además ni siquiera sé si es mío, andaba con varios”; “mi hijo está muy joven para asumir esas responsabilidades, tiene un futuro por delante y esa muchacha calenturienta que sólo quiso pescarlo no se lo va a quitar”; “no quiero que entre a la cárcel, le pago lo que sea, pero déjelo en libertad”; “mi hijo no es un delincuente, ni siquiera un pandillero, sólo se divierte con sus amigos”; “el que no transa no avanza”; “si mi patrón me roba con el salario y se enriquece con mi trabajo, por qué no voy a robarle yo”; “la calle ya está sucia, un papel más no cambia en nada”; “si tiro un poco de aceite al drenaje no pasa nada”; “chocan los pendejos, llevo años manejando con alcoholes encima y nunca he tenido problemas”…
En este juego dialéctico las preguntas son interminables: ¿se puede, desde la ciudadanía, cambiar el estado de cosas?; ¿es posible un ejercicio cívico que desde las personas supere la mala calidad de los gobiernos, las malas prácticas de los servidores públicos, e imponga condiciones apropiadas para el desarrollo de todos, sin exclusiones, sin ventajas para nadie?; ¿será suficiente la fuerza de los ciudadanos para mejorar un país? Y, por el contrario: ¿es suficiente un buen gobierno, transparente, eficaz, apegado a principios, respetuoso de las leyes, para garantizar las buenas prácticas cívicas?; ¿a un buen gobierno corresponden buenos ciudadanos?; ¿es asunto de voluntad, de genes, de educación, de todo un poco, de qué?
Y podría pensarse/justificarse que la culpa de esto la tienen las instituciones que son incapaces de garantizar a todos condiciones equitativas de vida, independientemente de las características personales de cada individuo, como su origen étnico, su potencial intelectual, sus creencias, preferencias o sus peculiaridades físicas; hay incluso quienes dicen -en esencia los anarquistas- que todas las organizaciones, sin excepción, están diseñadas con el fin único de explotar y sacar provecho, así se muestren engañosamente altruistas y compasivas y exigen la disolución de toda institución que pueda significar mandato u opresión de unos contra otros, incluyendo todas las leyes y todos los sistemas legales a los que califican de meros sistemas de tiranía y ventaja, más o menos rebuscados, más o menos humanitarios. “El Estado, y todo el engranaje legal en que se funda, son el instrumento perfecto para la explotación del proletariado por parte de la burguesía”, dice el marxismo ortodoxo.
De ese enfoque surge otra discusión histórica: ¿podemos los seres humanos vivir sin leyes?, ¿podemos convivir libres de instituciones que regulen nuestra conducta, que califiquen la legalidad o ilegalidad de nuestras acciones, que sancionen las faltas, que recompensen a las víctimas, que impartan justicia, que compensen las carencias de los débiles y vulnerables?
Pero el truco de toda esta discusión, que se acerca mucho a lo bizantino, es desviar su eje hacia las instituciones, convertir el asunto en algo teórico, cuando en realidad se trata de una cuestión igualmente práctica y concreta: ¿qué hacemos nosotros, las personas, para que esas condiciones de equidad realmente funcionen y se haga realidad una sociedad sin privilegios?
En este ámbito, de la conducta personal, los más cuestionados son los políticos, los gobernantes, los administradores públicos y los responsables de la toma de decisiones que afectan a la comunidad, a quienes –por lo visible de sus actividades, por lo que sus determinaciones influyen en la vida de otros y porque generalmente sus quehaceres afectan, para mal o para bien, el patrimonio social, los bienes de todos–, se les juzga responsables de lo que ocurre; y cómo no, si parece un [des] propósito persistente y logrado de los políticos de todo el mundo acreditar y demostrar con hechos tangibles la convicción popular de que no existe un hombre con poder que sea honrado ni un administrador público eficiente sobre la faz de la tierra, como no hay -tampoco- ejercicio político honorable y sujeto al interés popular.
Y, muy nuestro, se sigue el argumento de que los ciudadanos no estamos obligados a cumplir las leyes si nuestros gobernantes no lo hacen y si los espacios de representación política sólo parecen servir para el provecho de quienes los ejercen. A partir de allí, es posible cualquier justificación: “mejor no pago impuestos, para que no se los roben”; “si el vecino no respeta mi sueño, no tengo por qué respetar el suyo”; “me pasé el alto porque realmente tenía prisa e iba a algo muy importante”; “puedo gastar el agua tanto como quiera, si yo la pago”; “la bronca es de ella porque no se cuidó, si se empanzonó, es muy su problema, además ni siquiera sé si es mío, andaba con varios”; “mi hijo está muy joven para asumir esas responsabilidades, tiene un futuro por delante y esa muchacha calenturienta que sólo quiso pescarlo no se lo va a quitar”; “no quiero que entre a la cárcel, le pago lo que sea, pero déjelo en libertad”; “mi hijo no es un delincuente, ni siquiera un pandillero, sólo se divierte con sus amigos”; “el que no transa no avanza”; “si mi patrón me roba con el salario y se enriquece con mi trabajo, por qué no voy a robarle yo”; “la calle ya está sucia, un papel más no cambia en nada”; “si tiro un poco de aceite al drenaje no pasa nada”; “chocan los pendejos, llevo años manejando con alcoholes encima y nunca he tenido problemas”…
En este juego dialéctico las preguntas son interminables: ¿se puede, desde la ciudadanía, cambiar el estado de cosas?; ¿es posible un ejercicio cívico que desde las personas supere la mala calidad de los gobiernos, las malas prácticas de los servidores públicos, e imponga condiciones apropiadas para el desarrollo de todos, sin exclusiones, sin ventajas para nadie?; ¿será suficiente la fuerza de los ciudadanos para mejorar un país? Y, por el contrario: ¿es suficiente un buen gobierno, transparente, eficaz, apegado a principios, respetuoso de las leyes, para garantizar las buenas prácticas cívicas?; ¿a un buen gobierno corresponden buenos ciudadanos?; ¿es asunto de voluntad, de genes, de educación, de todo un poco, de qué?
La Botica.- El paso de “Ernesto” y de “Helene” nos recuerda, como Trompeta de Apocalipsis, lo vulnerables que somos ante las inclemencias de la naturaleza. Especialmente en las zonas inundables, las regiones de montaña cuyos taludes y desniveles asientan frágiles moradas; parece que pobreza llama a pobreza. Mientras los expertos se ponen de acuerdo en las culpas –las famosas causas antropogénicas– conocemos hoy fenómenos que generaciones no habían visto, la inundación de Zongolica, por ejemplo. Que las pérdidas humanas y los daños sean menos porque las alertas funcionan, que la respuesta social y gubernamental sea eficaz y suficiente para atender la emergencia, satisface y en buena medida tranquiliza, pero no es suficiente. Si no cambiamos nuestros patrones de vida, llegará el día en que toda respuesta a los meteoros sea insuficiente.
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